Los marchitos por Sandra Cruz

“[…] la forma de abandonarse, de abandonar su cuerpo

como un hilacho, a la deriva, la infinita impiedad de los seres humanos,

la infinita impiedad de él mismo, las maldiciones de que estaba hecha su alma.”

-José Revueltas

 

Están heridos, están que no pueden más, les han despojado de sustancia, les han apagado el brillo en los ojos. Están sin estar, concentrados todos en una dimensión alterna, en una pesadilla de la que ni con mil baldes de agua logran despertar.

Las penas los han arrojado por un hoyo, un hoyo negro y profundo que no parece llegar a tierra firme, están absortos y temerosos, no terminan de caer mientras el vértigo crece y crece con cada kilómetro cuesta abajo: se les anida en la boca del estómago, se les adhiere un dolor que les machaca las entrañas. Cada tramo es más oscuro y la vista no les previene de nada, no logran distinguir algún lugar para aferrarse, para clavar las uñas; les parece este un castigo eterno venido de algún circulo del infierno de Dante.

Están entumecidos y enmudecidos, ningún grito de terror que pervierta al silencio, ninguna certeza siquiera de que sigan aquí, se dejan llevar, se dejan caer por las barbas del inmensurable manifiesto de destierro que se les impone, eterno como un recuerdo pero invisible como el cuerpo del viento.

Tienen los rostros llenos de palidez y pocas ansias de luchar contra esa fuerza que pareciera ser la misma que la de la gravedad. Están sin ánimos de aletear o de llorar y es de suma extrañeza, porque aunque sepan que con lágrimas nunca se ha resuelto nada, tienen presente que sin ellas se pudre el alma.

Ahora preferirían estar a la orilla de un río para jugar a mirar su reflejo junto al de otros, gastarse las horas en eso, haciendo un montón de caras, riendo casi que por nada; ahora no pueden, ya no recuerdan cómo hacerlo o si alguna vez lo hicieron, están arrancados de sí, en un estado hipnótico-neurótico. Chocan con otros mientras bajan, se perciben entre sí, se sienten la piel pero no hacen por tentarse, por quedarse uno junto a otro, por intentar tomar alguna mano e ir acompañados. 

Recuerdan ahora las ganas que sintieron cuando aún estaban arriba, las ganas de echarse hacia atrás y mejor decir que no, que no a la pérdida, que no a la fuente de los no deseos pero ahora están lejos como para alcanzar a tirar y subir por la cuerda del arrepentimiento.

Están en duelo, un tanto al límite. Hay uno que logra meter la mano en un bolsillo del pantalón y encuentra una cajita de cerillos. Prender alguno: que pueda, que quiera, no se sabe; porque uno no sabe, uno nunca está cierto de en dónde van a ir a parar las ganas, en dónde van a morar los restos, en dónde y cuándo nos va a dar la gana florecer.

Historia Anterior

Hoy fue un día sin café por M. Ragui

Siguiente Historia

Conversación con una fotografía por Sandra Cruz