La distancia más corta entre la mirada de Max y la boca de ella era el deseo que los unía. Si pudiéramos ver ese deseo hablaríamos de un ovillo de hilo rojo con sonidos huecos de mar y arena donde se entretejen nudos imposibles de deshacer: pasión, ofuscación, necesidad. Ese hilo rojo era lanzado por las manos de él a ella y relanzado por los ojos de ella a él. Ojos, sonrisas, movimientos, mismos espacios y nada real entre ellos que no fuera el deseo devastador compartido por ambos.
La siguiente vez que se vieron fue en las mismas circunstancias, y de la misma manera no ocurrió nada narrable entre ellos, pero la complicidad entre ambos bastaba para mantener sus miradas. No hacía falta hablar, ni tocarse, ni saber nada el uno del otro
para conocer que existía un rincón en el vapor de alcohol de ese bar donde podían comprenderse.
Con el paso de las semanas en ella aumentaba el deseo de intimidad con él, pero a ella le parecía que a él le bastaba solo con mirarla.