Max se encontraba al teléfono encargando al proveedor de cerveza el pedido para los siguientes treinta días. Miraba hacia una hoja entrecortada donde su jefe había marcado varios números cuando ella atravesó la puerta, dirigió su paso de forma decidida hasta él, y antes de llegar a la barra giró y salió del bar quedándose en la entrada, imitando buscar a alguien. ¡Su corazón le latía tan rápido y fuerte! Su deseo había pasado de ser una ligera emoción a convertirse en algo horrible, algo que ella era capaz de ver como un huracán negro que se extendía por sus nervios, algo que retorcía sus huesos y absorbía el líquido de su cerebro. La ataxia más despiadada que un enfermo había sufrido ante su amante imaginario. Peor que echarse a temblar, cuando lo veía se quedaba paralizada. Max con el teléfono en el oído derecho, la miraba sin escuchar el auricular. Al observarla podía sentir en sus propias pupilas la piel de ella. En su ausencia él había inventado un olor, un sonido para su risa y una caricia. Imaginaba que las manos de ella pasaban entre sus dedos hasta quedarse a vivir dentro de su puño. Cuando colgó salió hasta quedarse a su altura, nerviosa, ella le sonrió y se fue.
Max y ella IV por Mónica Menárguez
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