Me picó una araña por Selhye Martínez

Hay algo escondido en mi bar, su cara se oculta tras un tarro de cerveza que sube y baja, que se llena y vacía. Lo conozco, o eso me asusta pensar; lo conozco mejor de lo que me gustaría. Habla como si tuviera razón, como si el sol saliera por su boca y se ocultara solo para dejarlo respirar; dice mentiras, mentiras que me gusta creer para hacer pequeña la verdad, mi verdad, la soledad.

Tiene ocho largas patas, delgadas, sucias. Marca con una de ellas el ritmo, con otra acaricia algo bajo la mesa, la tercera apunta a la salida y alguna de las otras cinco me oprime la garganta. Diría que me hace daño, pero el rojo que se acumula en mi cabeza comienza a formar palabras, palabras de odio hacía todo y todos.

Me siento mareada, asqueada, de pensar en la telaraña que ha construido en todo este tiempo, la misma para la que le di consejos de estructura y que ahora me envuelve, soy una mosca a la espera del final.

Siento algo que atraviesa mi piel, justo en la rodilla, duele igual que aquellos meses de silencio en los que me sentía insuficiente para una casa modesta en el sur de la ciudad, igual que las mañanas invernales que le siguen a las noches ruidosas de otoño, igual que el fondo rocoso de un acantilado. Así recuerdo que tengo manos para golpear, uso la derecha contra mi pierna y regreso a la realidad. “¿Qué fue eso?” pregunta aquel que se esconde tras cerveza y me río al ver un cadáver en el suelo, con las patas encogidas y los ojos apagados, “Nada, me picó una araña y la maté”.

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