Nacencia de Javier Taboada: Lecciones anti-platónicas para Emilio por Valentín Eduardo

Al nacer cada uno llega al mundo abierto de la vida, y sin saber cómo ni cuándo pacta con la muerte la promesa de un día dejarlo. Promesa que no puede grabarse en la memoria del recién nacido, porosa o, como nos dice el autor de Nacencia: “tus primeros recuerdos / yacerán ocultos / bajo las capas / de su propia atracción”. Hablamos de llegar al mundo, entonces, como de la palabra original, que tanto inquieta al nominalista Javier Taboada, al no poder trasladarla a una experiencia concreta en el mundo de la que tengamos memoria.

Sin ánimo de resolver la amnesia propia, pero al tanto de su importancia, Nacencia (Punto de Partida, 2017), es el segundo libro del poeta y traductor Javier Taboada (Ciudad de México, 1982), dedicado formalmente a su hijo, Emilio, que al igual que nosotros, ha nacido y no podrá recordarlo más que a través de los ojos de su padre. Sus lectores asistimos invitados a la intimidad descubierta de las primeras lecciones de vida para el niño. Taboada explora su nuevo rol y ejercita su músculo de traductor, ya no de los antiguos griegos sino del mundo de materia y energía a nuestro alrededor, para entretejer ambos en cada uno de los 22 fragmentos que componen el libro.

El mundo sensorial, reconocido por Taboada como el único maestro, al que acudimos en busca de la experiencia vital más allá del pensamiento, y experimentamos a través de los sentidos como estrictamente real, se recupera con la confianza del poeta que ha sido alumno suyo por largos años y hoy puede enseñar lo aprendido. Platón, que desconfiaba dialécticamente de dicho mundo, como dejó plasmado en su famosa alegoría de la caverna, encuentra nuevamente en la figura del poeta un enemigo que habrá que expulsar de La república, mas hoy no, por suerte.

Así, las páginas de Nacencia recuerdan a las cavernosas paredes vueltas pantallas, donde las formas que se proyectan no son el sucedáneo de ninguna realidad más alta, al no tiene lugar después de “la caída” declarada por Nietzsche, ni en su forma de mundo de las ideas ni en ninguna otra. Taboada tiene ocasión de recordarlo mientras explica a su hijo la diferencia en la voz materna después de nacer: “ya no hallarla en todo sitio / o decir / y no oír adentro / ya no más en el flotar / sino en la caída”.

Las breves pero emblemáticas lecciones del poeta que contiene el libro constituyen un ensayo de traducción de ese mundo, a su vez “un simulacro”, por oposición a “la mentira del cielo”. Emilio todavía no puede entenderlas en su calidad de infante, aunque esté allí atento a la voz d que lo arrulla o lo interpela. Experimenta únicamente a través de los sentidos, lo que permite al poeta el juego de señalar formas y sonidos, como en el fragmento 18 que trae a la vida la alegoría de la caverna: “el sol de la tarde / cruza nuestro balcón, / una columna diagonal / que se esparce / por la pared blanca del cuarto / holograma / o umbral / casi malva / que atraviesa mis manos / y proyecta / con otra lengua / lo visto: / meras sombras” como una traducción hogareña que conjuga a Demócrito en itálicas.

 

El juego del poeta responde al planteamiento inicial de Platón, para quien las sombras de la caverna constituyen la totalidad del mundo sensible, producido no tanto por el engaño de nuestros ojos, como por el grupo de usurpadores de la luz, al otro lado de la pared, que ostenta el privilegio de la libertad. Es una lectura despolitizada pues, la que retoma Taboada en Nacencia, para negar la posibilidad de una esclavitad innata por nuestros sentidos. La respuesta del poeta traduce al hijo: “pero un giro de tu rostro / se interpone, / las formas en el muro / son distintas: / la nitidez de tu mano / tu perfil / el viejo mundo / se diluye / un pequeño vacío / en la pared / lo drena” dice junto a Lezama Lima.  Comprendemos que Emilio ha nacido libre, por amor del padre, y puede participar junto a éste de la dinámica de las sombras una vez que ha visto de qué se trata.

A propósito del tiempo, tema de orden metafísico, de nuevo el poeta dicta su lección refiriéndose al mundo material. Señala: “Lo que nos contiene / (lo que está adentro / sólo espera / por desdoblarse / el tiempo y tu aspecto / sin cambio / ni dios” que no responde a la pregunta sino dando tanteos, de puntitas y apoyándose en la pared, de la que no quiere despegarse. Por otra parte, al hablar de la primera infancia, dice junto a Carlos Williams: “Andar por un abismo / campana invertida / una caverna / que resuena / donde aún no distingues / vigilia del sueño […] donde día / todavía no es / lo que se ve” para Emilio, cuyo mundo se constituye de sensaciones indiferenciadas o no traducidas.

Incluida casi al final del libro, una versión ampliada de la mano de Emilio a los tres meses, proyectada así en dirección al futuro, es un signo doble de amor y miedo ante una separación de padre e hijo. Dice el poeta, previamente a su aparición: “tu mano / que por fin se abre / se expande / para hallarse a sí misma / en la pared / sin volver jamás al lugar que habita” a dúo con Novalis. El lugar que por ahora “habita” el niño de brazos, está en el padre mismo, como una extensión de su propio cuerpo, que desearía nunca se deslindara, sin embargo, reconoce que así debe ser, para que Emilio puede encontrarse a sí mismo. Ya empieza a hacerlo.

A su vez, Taboada reconoce en la muerte el destino inevitable de todos los hombres. Le teme, pero también la confronta, aunque sea de forma lateral, a través de símbolos, particularmente en las canciones y “caprichos” o poemas articulados en prosa que incluye como intermedios a lo largo del poema. Por ejemplo, en “canción de la liebre”: “cada día / la liebre / se sueña despierta / con un cuchillo en el vientre // cada día / la liebre / graba y borra / las palabras del sueño // recomenzando / cada día / cuchillo en mano / por la aciaga palabra liebre”, original del autor, que manipula la tipografía, como hemos visto, para dar cuenta de distintos tejidos al interior del poema. Estas narrativas de muerte parecen desenvueltas en un vacío paralelo al poema, sin embargo, refuerzan la idea de peligro, la energía diría Taboada, y la necesidad del padre de anotar el tema para su hijo.

Contundente, el poeta señala con Parménides: “Emilio, / la muerte es lo único cierto / todo nace / y es ahora y tras crecer / acabará en el futuro / cuando yo no esté / cuando muera / jamás volveremos a vernos / un corte invisible / divide nuestro abrazo”. La realidad que afronta como padre ante la temporalidad de sí mismo y, sobre todo, de su hijo, nos recuerda la tragedia humana. No estaremos para siempre junto a nuestros seres queridos, lo cual no significa que el amor traducido en tiempo y acciones en busca de su bien no valgan la pena. El poeta lo reconoce: “miro tus pestañas crecer / en el amor / de cada día / acaso sólo eso / esa palabra / permanezca entre nosotros / antes / que desaparezcamos para siempre”. El amor, que es una palabra como cualquier otra, y no, con la facultad de sobrevivirnos y ser traducida por experiencias concretas, es lo único que tal vez necesitemos recordar.

 

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