Son casi las seis de la tarde. Llevo algunos días intentando dormir menos, aunque sé que eso no cambia mi situación. En la calle, el sonido de los automóviles se va apaciguando poco a poco; el móvil está encendido siempre desde aquella vez, desde esa noche en Plaza del Sol, cuando conocí a Julia. He dejado de fumar, un poco, y los guardo por costumbre. ¿Qué me pasa? Sólo fumo cuando hay alguien conmigo que lo haga, como si necesitara ese pequeño y absurdo hábito para encajar.
Daniel no ha llamado a mi puerta. Mientras salga más, para él es perfecto; casi podría asegurar que lo engaño, aunque me da miedo pensar que es él quien me aterra a mí, que me engaña, que me tiene entre sus manos como un muñeco vudú. La otra noche lo he visto andando por los pasillos del edificio, como si buscara a alguien, pero en seguida bajó sonriendo y se acomodó la camisa.
—¿Qué buscas?— me dijo, iniciando la casual charla.
—A ti— respondí —. Nos hemos quedado sin jabón.
—Ah, vale— dijo, haciendo un ademán con la mano diestra y caminando, algo que me hizo caminar junto a él en seguida, como por inercia, hacia el departamento —, ya iré yo más tarde. ¿Por qué no buscas qué ponerte? En estos días salimos de nuevo, ¿te apetece?
La verdad es que no me apetecía nada, pero no quiero hacer un enemigo más aquí mientras busco a dónde largarme, de una vez por todas.
—Claro, así sigo conociendo la ciudad— comenté, entrando a la estancia.
Ahora que lo recuerdo, es como si no lo conociera en absoluto. Tanta extrañeza alrededor de su persona me hace pensar que soy un paria en este lugar; a veces recuerdo cómo era de sencilla la vida, antes, cuando no vivía aquí. Cuando vivía en otro lugar; es como si me hubieran arrancado un pedazo de mi ser y lo hubieran sustituído con algo vacío, algo hueco, cubierto de sangre y pus y de todas las cosas horribles que nos limitamos a evadir cuando hemos sufrido un accidente. Es como su en mi interior habitara un pequeño monstruo, adentro de ese espacio, intentando salir. Siento como si, a veces, me arañara las entrañas, como si mordiera mis venas, pidiendo atención. Pidiendo alimento.
Me he puesto a elegir qué ropa voy a vestir hoy, como si fuera de nuevo un joven púber que no conociera nada del mundo; ¿acaso soy un tonto?, voy a salir con una chica que apenas he visto una vez, pero creo que vale la pena ir con una presentación determinada a con ella. En realidad, me daría un poco de pena que me viera como estoy: apenas he comido algo, y apenas he salido; mi boca tiene saliva seca a los alrededores, también restos de comida y bebida. El otro día se me cayó el cenicero mientras limpiaba la mesa del área común, porque nadie más quiere limpiar sus colillas de cigarro y sus cenizas, y decidí no limpiarme los pies cuando cayó la ceniza. Tal vez aún los tengo con algo de ella, entre los dedos, volviéndose dura entre la piel y la carne, con el poco calor corporal que tengo.
Por suerte, eso no iba a durar mucho, y como soy un animal racional (al menos eso intento ser), he tomado una ducha antes de vestirme. Los tenis nunca me habían parecido más adecuados para una salida, pero es que no he procurado conseguirme algo más formal; por otro lado, tomé una camisa negra que tenía dentro de la maleta, todavía, y la he planchado un poco. Yo sé que a los demás les importa poco, porque igual ellos visten siempre de una manera presentable, pero es porque ya están acostumbrados.
Cuando me dirigí a mi habitación, me encontré al joven que vive en el sótano: tenía la camiseta llena de sangre y el cabello hecho girones. Me le he quedado viendo y sólo ha atinado a encogerse de hombros y sonreír.
—No se quedaba quieta— comentó.
Yo sólo reí un poco, nervioso. No fuera a tomarme a mí para terminar de saciarse. Se llevó la mano derecha a los labios y lamió un poco de sangre que todavía tenía entre los dedos; me parecía una labor asquerosa, pero alguien debía hacerlo. Tenía ganas de ser yo, peor era más por instinto que por necesidad, y quería todavía ser un poco más humano. Algo que me separaba de ellos, tal vez, era ese pedazo pequeño de consciencia reminiscente.
Tomé mi cartera y salí del lugar. Lo único que deseaba era olvidarme de esas escenas tan normales para ellos y de esa inhumanidad; ya no eran humanos, ya no eran personas: eran monstruos. Para mí, lo eran.
Abordé el metro con dirección a la Gran Vía; caminé la calle de la Montera hacia abajo y llegué a la Puerta del Sol, donde pude observar a muchas perosnas, algunas turistas y otras oriundas del lugar; s eles notaba cuando eran turistas, por el simple hecho de llevar incluso el celular en la mano, lentes de sol y ropa cómoda, como si planearan moverse de un lado a otro y aprovechar sus días, aunque muchos ya etsaban cansados; puedo decir que nunca había pensado en que la ciudad ayudara mucho a que los turistas se perdieran entre los naturales, pero poniendo la atención justa se lograba identificar a los que venían de afuera.
Yo mismo era de afuera, pero eso ya no importaba mucho porque ahora, tal vez, podía hacerme pasar por un español común y corriente, al menos un poco, para engañar a alguien en caso de ser necesario. Era el camino para poder obtener lo necesario. De hecho, podía recordar el rostro del joven que me había legado los euros que ahora cargaba en la cartera como si hubiera sido ayer. Y, bueno, tal vez era porque eso había pasado ayer.
Decidí tomar asiento en la fuente de la plaza, esperando a que Julia llegara. Saqué un cigarrillo y me lo llevé a los labios, pero no lo encendí; decidí que, en cuanto la viera, sacaría de igual manera el encendedor y lo llevaría hacia el cigarrillo. Creo que sobra decir que para efectuar ese sencillo movimiento tuvieron que pasar al menos unos 40 minutos.
En realidad, me podría haber regresado por donde vine. Inclusive esperar a que el conductor del metro en el cual había llegado fuera el mismo al tomar el vagón de regreso, pero no hubo necesidad. Tal vez mi insistencia había sido demasiada y ahora estaba llevándome el encendedor hacia el frente de la cara, con un hábil movimiento de manos, para exhalar el humo que se había producido por la primer calada.
—Hola, espero no haberte hecho esperar— dijo Julia, suavemente, llevándose uno de los mechones de su cabellera atrás de la oreja con ayuda de sus manos.
—No te preocupes— comenté, sonriendo de lado, casi de manera cómplice —, en realidad acabo de llegar— proseguí, volviendo a darle una calada al cigarrillo.
—Sí te creo, parece que necesitas compañía— dijo ella, volteando hacia mi lado derecho y viendo que estaba ocupado, de similar manera al izquierdo, para luego soltar un suspiro que parecía llevar largo tiempo dentro de ella. Volvió la mirada hacia mí y sonrió —. ¿Te parece si nos escapamos a otro lado?
—Claro— respondí, poniéndome de pie y dando unos pasos hacia ella.
—Creo que es buena noche para ir a la Latina, ¿no crees? Allá a la calle de Toledo— comentó —Me han dicho que se pone muy cachondo durante la noche.
—¿Cachondo?— pregunté, frunciendo el entrecejo —No sé si quieras decir eso…
—¡Ah, es verdad!— me respondió, interrumpiéndome. Su mano se alargó un poco hacia mí y sonrió ampliamente mientras dejaba caer el brazo, el cual regresó a la posición que había tenido antes —Es que cachondo aquí no quiere decir que uno ande caliente, vamos, no quiere decir que tengas ganas de tener sexo, sino que es como si dijeras que es animado, jovial, movido, o algo así, ¿entiendes?— me miró con curiosidad.
No sabía qué responderle y asentí con la cabeza. En realidad no quería ir a la Latina, pero la habría seguido al fin del mundo en ese mismo momento; comenzamos a caminar mientras pensaba en las líneas del metro, pero ella sólo tomó mi mano y nos dirigimos a la estación. Tomamos el metro y, luego de varias paradas, llegamos. La noche estaba movida por aquellos rumbos, pero ella no me había soltado la mano. No sé en qué momento, mientras viajábamos en el metro, me comenzó a recorrer por la espalda un escalofrío enorme, pero no quise darle importancia. Tal vez, si le hubiera hecho caso, habría disfrutado aquella noche.