Pigmentos Por Tanya Aguirre

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Crecí con lápices de colores. Los Vividel, los Mapita, y los lujosísimos Prismacolor de mi papá: esos con los que creaba una realidad tintada para mi madre, para mis hermanos y para mí, y que lo acompañaban desde que estudiaba la universidad (solventada por todas las postales que salían de sus puntillas infinitas). Tal vez por eso, y sin pensarlo, acepté el estuche Faber-Castell, de tela azul, que Emma me regaló el martes al terminar las clases.

-Toma, voy a decirle a mi mamá que me compre otro; éste no me gusta, yo quiero el rojo.

Los ojos me brillaron y estiré las manos para recibirlo. A mis ocho años, era el mejor regalo (fuera de todo lo que mis papás me construían) que alguien podría otorgarme. Me imaginé con mi papá, sentados en la mesa del comedor, replicando Guanajuato una y otra vez, en todas las tonalidades posibles; nos vi dibujando violetas, astromelias y alcatraces para regalárselos a mamá (y con los que, seguro, tapizaría la puerta del refrigerador y el pasillo que conectaba las habitaciones). Me visualicé jugando con mis hermanos gemelos, iluminando todos los espacios blanco de la pared de nuestro dormitorio. ¡Emma me había regalado todos los colores del universo en un estuche azul que se me desbordaba de las manos, y yo no me podía ver de otra manera más que explotando los miles de tonos que ahora me pertenecían!

Llegó el sábado, terminábamos de comer y ayudaba a mi mamá a lavar los platos. Uno de mis hermanitos entró corriendo a la cocina:

– Tany, dice papá que te llaman en la puerta.

Me sequé las manos y bajé las escaleras hacia la entrada principal. Mamá fue conmigo. Ahí estaba Emma, de la mano de su mamá y abrazando el estuche rojo con el otro brazo. Pensé que iba enseñármelo, y sonreí. Apenas di unos pasos cuando su mamá me frenó a palabras:

-Venimos a que le devuelvas a Emma el estuche azul que le robaste. Le compré uno nuevo, pero ella, en agradecimiento, me dijo la verdad. Así que aquí estamos.

No sé si fue la frustración, la pena o la ingenuidad, pero los ojos se me empezaron a llenar de lágrimas. No pude decir nada, volteé a ver a mi mamá, que estaba parada a mi lado sin juzgar ni cuestionarme nada. Ella asintió con la cabeza y me pidió ir por el objeto en discordia. Subí las escaleras con toda la pesadez del mundo y las lágrimas no me dejaban ver nada. Lo tomé de la mesa del comedor, bajé a toda prisa y se lo entregué a la mamá de Emma en las manos. La señora me miró con desdén (hoy sé que se llama así), y se adelantó unos pasos. Emma hizo una mueca burlona, y me extendió la mano al tiempo que decía:

-Siempre obtengo todo lo que quiero, ahora tengo dos estuches.

Dio la media vuelta y comenzó a bajar las escaleras. Mi mamá me abrazó, cerró la puerta y me dijo que la gente tiene el corazón de muchos colores y que, lastimosamente, no siempre nos tocaría convivir con los más bonitos o los más claros.

Ahí aprendí que la crueldad no tiene edad para manifestarse. Tal vez era un capricho de la niñez, pero sé que yo no hubiese podido urdir un plan tan complejo con tan sólo ocho años… el alma no me daba para ello.

Quizá hoy día Emma construye casas para beneficio de gente necesitada, aporta cosas magnificas en pro de la humanidad o, simplemente, va por la vida siendo buena ciudadana y una persona “de bien”. Pero a mí jamás se me podrá borrar de la cabeza la mueca burlona de la Emma de ocho años que siempre conseguía lo que quería.

Hoy tengo miedo, miedo de que Sara Elena pueda toparse con personas así; temor de que su pequeñito corazón esté siendo herido por raspones, palabras o limitantes absurdas, y yo no pueda estar en el momento para envolverlo y mantenerlo a salvo. Pero a pesar de ello, no me canso de seguir alentando su bondad; día con día celebramos los sentimientos tan puros que posee, y que sabe regalar a través de su vocecita, sus reacciones y sus ocurrencias. Porque me da pavor que ella se tope con niños así, pero me aterra aún más que pueda convertirse en una Emma, en su faceta más oscura, que alguien no pueda olvidar.

 

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