RECUERDOS SIGNIFICATIVOS DE MIS HOSPITALIZACIONES PSIQUIÁTRICAS Por: Aleqs Garrigóz

Recuerdo muy vívidamente un momento en una madrugada en la que fui hospitalizado por un ataque de ansiedad agudo y severo. Ya me habían dado algunas rondas de haloperidol y seguía gritando pendejada y media como energúmeno, como poseído.

Entonces vi venir a un enfermero jovencito que me pareció atractivo muy directamente hacia mí con una jeringa en mano empuñada y yo le pregunté, sabiendo que debían probar con otro fármaco de rápida acción:

—¿Es diazepam?

Y el chico me contesta, con un gran aire de suficiencia y complicidad, como un guiño:

—Es algo mejor: alprazolam.

Entonces me lo inyectó lo que sospecho eran entre 2 y 4 mg directo a la vena e inmediatamente no sólo me calmé si no que me quedé dormido.

*

También recuerdo con gran asombro todavía cuando, luego de que desperté muy de noche de una sedación por un brote psicótico, aún psicotizado, vi a mi pollito Moy, («más que un amigo, menos que un novio») dormitando en una silla junto a mí. Yo lo llamé:

—Pollito.

Él despertó en reacción automática y vio en su celular la hora: eran alrededor de las tres de la mañana, la llamada hora satánica.

Mi vecino y casero me había llevado al hospital porque yo gritaba de madrugada y pedía auxilio desde la más profunda soledad de mi cuarto. Seguramente usó mi chip para buscar a Moy entre mis contactos y él estaba allí para velarme y cuidar de mí, luego de que mi casero debía entrar a trabajar.

Pero yo luego despotriqué harta y fanáticamente contra Moy porque yo le pedía un beso en la frente que, en mi delirium, creía que iba a tener propiedades mágicas sobre mí, y él se negaba a dármelo por vergüenza pública. El berrinche que hice duró bastante tiempo y el soportó estoicamente. Lo que le dije y cómo lo traté bastaban para que nunca más quisiera saber de mí. Pero él de algún modo sabía que ese no era yo. De hecho, amenacé con que iba a matar a alguien o yo me iba a matar «pero que alguien iba a morir allí pronto», por lo que en ese momento me ataron las muñecas y los tobillos a la camilla. También rogué gritando “que me metieran algo en el ano”.

Al amanecer, cuando ya estaba estabilizado y solicité una alta voluntaria bajo mi propio riesgo, luego de que me llevara en silla de ruedas, aún atado, al consultorio de la psiquiatra del turno de la mañana para que me diera un tratamiento químico emergente, Moy me llevó en taxi a mi cuarto, donde ya había reunido a un par de amigos que me esperaban con cartelitos de apoyo, tortas y sueros. Luego de tomarme 4 mg de clonazepam, me quedé profundamente dormido pues estaba muy agotado. Luego Moy avisó a mi mamá que ya estaba bien y descansando, que me iba a vigilar y a dejar una carne asada para cuando despertara.

*

Recuerdo también con asombro cuando el haloperidol lograba buenos efectos en mí, y no me producía reacciones paradójicas, como una de las ultimas veces que me hospitalizaron durante días porque yo seguía con lenguaje inconexo, balbuceante y comportamiento incoherente, y que incluso me llevaron en ambulancia al centro de salud mental de San Pedro en León para ver si no necesitaba internamiento.

La primera vez que tuve un ataque de ansiedad y acatisia, provocado por una sobredosificación de risperidona, salí a pedir ayuda a la Cruz Roja de donde me trasladaron en ambulancia al área de urgencias del Hospital General. Luego de empezar yo a gritar demandando atención inmediata y probar con benzodiazepinas, harto de mí, el médico en jefe se acercó a mí y me dijo:

—Esto te va calmar. Es milagroso.

—¿Qué es? –le pregunté con enigma.

—Haloperidol –me respondió.

Me inyectó en una nalga, y luego de sentir los primeros efectos, que asemejo a como estar muriendo y empezar a respirar extrañamente, de súbito en un par de minutos desaparecieron todos los síntomas.

 

*

 

Mi ataque y mi hospitalización más dramáticos (ya he perdido la cuenta de cuántos llevo) los tuve tras una intoxicación mixta por carbamazepina, risperidona y haloperidol, automedicados.

Alucinando, mi instinto me hizo salir entrada la noche a la calle a buscar ayuda, en boxers, calcetines y playera bajo la llovizna. Llegué al departamento de policía municipal sin poder articular palabra y llamaron a una ambulancia y me llevaron nuevamente al hospital civil.

Al recuperar la conciencia, le comenté al cocinero que me llevó una pierna de pollo que mi mamá ya venía en camino desde Puerto Vallarta. Él, pensando que seguía alucinando, se burló de mí ante su compañero. A un enfermero le externé mi preocupación de que había salido sin dinero, sin llaves de mi casa, sin celular y estaba semidesnudo, que la calle estaba mojada y seguía lloviznando. Él simplemente me dijo que no podía hacer nada.

Fue casi un milagro, porque, al estar dormitando a la medianoche siguiente me indicó un enfermo:

–Parece que te buscan.

Vi con gran alegría a mis compañeros de la maestría Esther y Pedro que, tras haber sido reportado como desaparecido, iniciaron una intensa búsqueda de mi persona, haciendo llamadas, escribiendo a contactos, yendo a los hospitales y la policía. Hasta que, insistiendo, dieron conmigo sólo por mis señas particulares, dado que yo había sido ingresado con otro nombre pues los médicos no pudieron entender mi lenguaje.

Mi madre llegó a la una de la mañana. Y, entre todos, resolvimos todo.

 

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