Me habían dicho que este mercado si era de cuidado, aunque normalmente hago caso omiso de los estigmas que se tienen alrededor del Distrito Federal, esta vez decidí llevar la bolsa al frente, ocultar ingenuamente el celular, hacerme el cabello a un lado y emprender el recorrido hacía el antiguo barrio de Iztapalapa o Iztapa-lacra como se le dice en el underground chilango. De Ermita hasta El Mercado De Santa Cruz el paisaje cambió radicalmente, la gente salía y salía por todos lados, el calor apenas empezaba a brotar del asfalto negro y gastado, los policías de tránsito tenían la misma cara de una ilustración de Rius, las amas de casa apenas iban al mercado y nuestro taxímetro ya marcaba 87 pesos. El trayecto no fue tan largo comparado con la discusión sobre la industria cinematográfica, que se iba cocinando en el taxi y la que por supuesto no tuvo trascendencia. Por fin y después de las instrucciones de nuestro copiloto, llegamos al tianguis de Santa Cruz, un mercado que tiene ya 45 años en el colectivo imaginario y que forma parte de la geografía de Santa Cruz Meyahualco. La gente de provincia como yo, aún no nos acostumbramos al ajetreo de la ciudad, ni al slang, pero si a la variedad que flota en ella y debo reconocer que lugares como estos enriquecen nuestro espectro de la realidad.
El tianguis abarca muchas calles, son tantas que ni si quiera podría decirles el número exacto; pero nuestro guía insistía en que esta sección solo era la punta del iceberg. Aquí encontramos lentes de marca muy caros para mi presupuesto, cientos de retrovisores, tapones de carro, ropa de paca, medicinas, tintes para el cabello, cosméticos, celulares, tabletas, envases vacios de perfumes, juguetes y demás objetos que habían sido despojados de sus dueños y que ahora se encontraban en un puesto de aquel exótico mercado. Los transeúntes eran locatarios del lugar, nosotros éramos los extraños, a pesar de eso nos adaptamos al escenario de la mejor manera. Los comerciantes vendían sus productos con tal fervor que era imposible que no te hipnotizaran, sus miradas eran apabullantes y retadoras, de esas miradas que imponen al primer contacto. Para tantear el terreno mis acompañantes preguntaron por el precio de una bicicleta, costaban entre $5,000 y $15,000, nada modesto para ser un tianguis, así que nos podremos imaginar el dinero que se mueve en el lugar. Pasado el tiempo el bochorno hizo reacción con el aroma de los puestos de carnitas y con el carbón llameante en las brasas, esperando ansioso la jugosa carne de hamburguesa. Pasamos a otra sección que parecía más amigable, ahí la ropa ya era de marca, los vendedores reconocieron que no pertenecíamos al lugar e hicieron muestra de sus dotes como comerciantes. Los puestos en donde vendían gomichelas estaban atascados de chavos con uniformes escolares y el reggaetón se escuchaba en los alrededores. La suma de olores era cada vez más intensa, el calor chorreaba en el ambiente y nosotros decidimos salir del lugar. Debo decir que mi sed se resistió a probar las aguas de frutas que pasaban ante mis ojos y que la fuerza de voluntad me acompañó en ese momento. Salimos del tianguis, y seguimos caminado por las orillas; uno de mis acompañantes iba en busca de una bicicleta (le habían robado la suya), barata y modesta, pero sobre todo que no fuera tentación para nadie. Encontró un modelo viejo en un precio bastante razonable. A esa hora el cielo se empezaba a nublar, nos subimos a un taxi, regrese la bolsa a su lugar habitual, me volví acomodar el cabello; entre el tráfico el taxi comenzó a avanzar y poco a poco El Mercado De Santa Cruz se fue quedando atrás.