Estoy batallando para respirar. Mi pecho está oprimido. No hay forma de moverme pues las cuerdas están demasiado ajustadas. No veo nada y el miedo está carcomiendo mis sentidos. No debí dejar que cubriera mis ojos. Mis labios están raros, adormecidos por la mordaza del anillo. Babeo cada momento más y mi lengua cuelga fuera de mi boca. Tengo miedo, mucho miedo.
El dolor comienza a ser pesado. ¿A dónde fue? Estoy sola. Quiero gritar, no puedo. ¿Dónde está?
Ya pasó una hora o dos, no sé. Quizás apenas 15 minutos y no sé de él. ¿Qué es esto? Escucho la sangre caminar por mi cuerpo, mi corazón es un bombo y lo siento golpear, lo oigo como una marcha de orcos llegando a mi castillo, listos para vulnerarme toda. Percibo una vibración en la duela, sus pasos, sé que está aquí, cerca pero no sé lo que tiene en mente o si sólo me observa. Piensa que quizá tengo miedo pero me ve hermosa, con sus palabras. «Deberías verte», piensa. Mi cuerpo está más definido por la fuerza de los nudos. Me tiene de frente, ya no son esas fotos que le enviaba para despertar sus perversiones. Estamos aquí, en el estudio, con un día libre para nosotros.
Tú estás hirviendo sólo de contemplarme así: despojada por completo de los sentidos, sin defensa. Atada. Hace rato dejé de pelear y ahora me mira con ternura, quieta. Tirada ahí como una muñeca, su muñeca. Camina a mi alrededor mirando mi piel bronceada, quizá se burla porque sigue sin comprender mi obsesión por el tono que tengo. Estaba feliz escuchándome jadear pero he parado. Me rendí. Mi lengua ya no se mueve, estoy exhausta. Parezco una perra herida en medio de la carretera. Podría hacer conmigo lo que deseara y no tendría forma de evitarlo. Le da miedo pensarlo.
El sonido de mi nariz llena de lágrimas mezclándose con suspiros le anuncia que sigo viva. Un poco de fuego de incienso en la lengua que cuelga mustia. Me retuerzo y me observa. Un poco más, sólo un poco más y me promete que se detendrá. Ya no puedo. Déjame ir. ¿Cuánto más? Me duele. Mi cuerpo se entumeció por las ataduras y perdí la noción del tiempo. Tengo miedo. Huelo el incienso con un horror que no imagina y aunque intento prepararme para lo que viene no hay forma de calmar el ardor. El piso vibra de nuevo. ¿Se sentó aquí? ¿A mi lado?
Me toca, quisiera saber qué planea. Es suave, me baja nuevamente y siento el calor de sus piernas, su cuerpo aquí. Me acaricia y quiero llorar. A veces eres tan dulce. Acaricia mi cabello y siento su respiración en mi cuello. Descubre mis ojos, por favor. Me libera la boca pero me es imposible hablar, hay un nudo en mi garganta que me atormenta. El mundo vuelve a mí poco a poco en esa oscuridad. Me está desatando con una suavidad que me conmueve. Me acaricia el rostro.
— Lo hiciste muy bien, mi amor. Eres fuerte.
Lo escucho, me duele el pecho. No, no es sólo el pecho, es dentro. Hay más. Me castiga pero también me rescata. Te necesito. Debe tener cuidado para no dejar marcas en mi piel. Lo hace muy bien, quita su mordaza, la venda de mis ojos, me acaricia nuevamente. No hablo y eso le preocupa. Seguro piensa que estoy enojada o que sigo con miedo. Comienzo a llorar.
— ¿Estás bien? ¿Te lastimé?
— No.
Intento secar mis lágrimas con uno de mis brazos aún dormido. Nunca le ha gustado verme llorar, se angustia. Me abraza por la espalda y me besa el cuello.
— Todo estuvo bien, Danie. ¿Cómo te sientes?
— Viva, estoy viva.
La noche se presenta y acogidos por el silencio sólo se escucha levemente nuestra respiración. Mi alma arde y el sigues desatándome con tantos cuidados. Tiernamente. Mañana seremos normales, otros quizá. Habrá próxima vez para volver a ser nosotros, sin ataduras, sin miedos. Voy a confiar en él nuevamente y nos conoceremos como nadie. Siempre habrá una próxima vez para ser nosotros mismos.