El deseo Por: Paco Alegría

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Hablaba confiado de temas que conocía bien. Movía mucho las manos expresivamente y, a pesar de eso, no distraía su mirada, la percibía absolutamente sobre mí. Había momentos en que escuchaba mi voz como si fuera ajena, mientras mi atención estaba sobre esos ojos que me observaban entre emocionados y analíticos. Sus pequeños y redondos ojos negros volaban rápidamente, de mi mirada buscando la emoción, a mi boca buscando el sonido y de regreso.

Cuando ella hablaba, me sentía hipnotizado por sus labios. Su boca pequeña se movía con gracia y daba espacio a una voz muy resuelta y clara que, con elocuencia, planteaba ideas. Tenía la gracia de terminar algunas frases de manera que sonaran más a pregunta que a afirmación, lo que para mí resultaba como un gran anzuelo, especialmente viniendo de ella.

A pesar de estar bajo esa hipnosis, de vez en cuando no lograba controlar la tentación de voltear furtivamente a ver sus manos, que, a diferencia de las mías cuando hablaba, permanecían más bien quietas tomando la taza de chai o algún otro objeto que estuviera sobre la mesa. Sus manos son pequeñas, llevan anillos en ambos dedos anulares y en uno de los pulgares, y están rematadas en uñas bien cuidadas y pintadas de tonalidades pastel. Siento un irresistible deseo de tocarlas, de tenerlas entre las mías.

La charla se prolonga de forma amena. El tiempo va transcurriendo. La luz natural que, cuando recién nos habíamos sentado, iluminaba perfectamente el lugar, ya se ha extinguido y ha sido sustituida por la discreta luz de esas bombillas que ahora están de moda, que tienen resistencias muy visibles de color ámbar en formas geométricas muy bien definidas y que hacen que la existencia de una lámpara sea innecesaria.

El lugar es muy concurrido, hay muchas personas entrando y saliendo; meseras llevando y trayendo platos, tazas, bandejas; a pesar del ajetreo, las personas que hay en las mesas están completamente concentradas en sus respectivas conversaciones. Todas las mesas son redondas, así que es imposible tener claro qué tan de perfil está uno sentado con respecto a la otra persona. El bullicio es muy controlado y absolutamente ininteligible. Eso da una cierta sensación agradable de privacidad sin el compromiso de la intimidad.

Con el tiempo me doy cuenta de que los espacios en el diálogo se han ido haciendo mayores y van siendo reemplazados solo con la mirada. Me disculpo un momento para ir al baño. En el camino percibo que mi respiración, si bien no se ha acelerado, es muy marcada y profunda. Mientras me lavo las manos pienso en lo que me atrae. Trato de definirlo con precisión: es ella, es la situación, es el hecho de que me mira como mira, o de que parece que le interesa la conversación, o es otra cosa, simplemente deseo. Después de unos minutos regreso a la mesa, con la cara húmeda de haberme echado un poco de agua para refrescarme, y con la absoluta convicción de que no pude lograr la definición tan buscada.

Lo que sucede a continuación contribuye aún más a la confusión. Ella me cuenta que, en mi ausencia y dada la concurrencia, la mesera a cargo de nuestra mesa se acercó para ver si deseábamos algo más. Ella tomó la libertad de pedir otro café para mí y otro chai para ella: “Nos quedaremos otro rato, ¿está bien?”. Y claro, está bien; de hecho, en este preciso momento no podría estar mejor.

La charla continúa y se vuelve muy personal; ya no hay un tema en medio sobre el cual hablar, ahora el tema somos nosotros mismos. Mis miradas, antes furtivas, hacia sus manos ahora comienzan a ser descaradas. Estoy seguro de que ella lo percibe. Comienza a jugar con la cuchara y luego con uno de sus anillos, el que lleva en el pulgar.

Inconscientemente, al menos eso quiero creer, cuando regresé del baño me senté mucho más cerca de ella. Podía detectar perfectamente su aroma, sutil y almendrado, probablemente un poco más dulce de lo que hubiera imaginado a distancia. El cabello, que desde el principio llevaba suelto, ahora lo tenía todo hacia el lado opuesto a mí, mientras que antes lo había distribuido de manera más o menos simétrica a ambos lados de su cara.

Al estar más cerca, sus manos quedaron al alcance de las mías de forma muy natural, así que aproveché para cumplir mi impulso de tomarle la mano. Fue un movimiento discreto, casi espontáneo, pero absolutamente osado e intencional. La respuesta fue inmediata: entrelazó sus dedos con los míos, pero mantuvo su mirada en mis ojos. Yo desvié la vista hacia sus labios.

Ahora la plática volvió a centrarse en temas externos, ya no era sobre ella ni sobre mí. Esto aligeró la charla y nos permitió concentrarnos más en lo que sucedía a nuestro alrededor. En mi caso, sin soltar su mano, mi atención se enfocaba en sus labios y, de manera fugaz, en sus ojos. Ahora sí sentía que algunos músculos se tensaban aleatoriamente: piernas, brazos y de nuevo piernas. Mejor en las piernas, eso es lo menos visible; mantener allí la tensión mientras la mirada se mantiene relajada.

Ahora no solo era su voz limpia y clara que se iba endulzando con el paso del tiempo; ahora era el coro de voces en mi cabeza que hacía todo menos armonizar. Se disparaban preguntas una tras otra, o simultáneamente: ¿qué puede pasar?, ¿qué implica?, ¿por qué? Y el deseo se hacía consciente y tangible.

Llegó el momento de irnos. La suelto y pido la cuenta. Una vez concluido el trámite del pago y ya de pie, atino a decirle que me la he pasado increíble y que fue una gran tarde. Ella me mira casi con condescendencia, su mirada ahora es suave, totalmente fascinante. Estoy tan absorto que no escucho la respuesta, salvo en la parte donde me dice que me veo muy bien con este atuendo que llevo puesto. ¿Una insinuación? ¿Una declaración franca? Siento sudor en mi espalda. No es posible; este momento era tan esperado. Me escucho a mí mismo decir, hasta pronto.

Camino solo de regreso, atravieso un parque mientras comienzan a caer algunas gotas pequeñas y frías. Me flagela el pensamiento de lo que esperaba hacer, sentir, lo que no fue, lo que tal vez nunca volverá a ser. La tortura que se avecina y también la tranquilidad de darme cuenta de que algo se logró preservar; manchado, magullado, probablemente un poco roto, pero nada de importancia, eso lo sigo teniendo dentro de mí: el deseo.

 

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