Una tarde de café y bella tristeza Por: Paco Alegría

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El mundo, con sus demonios, su infierno y su extremadamente bella cara. Una mujer muy guapa llega a la cafetería donde leo tranquilo; entra caminando rápidamente, lo que podría indicar que tiene prisa, a pesar de estar en un lugar relajado. Gira la cabeza de un lado a otro, como buscando algo, y se intuye que su mirada, imperceptible detrás de sus lentes oscuros, se posa en cada uno de nosotros por brevísimos instantes. Finalmente, encuentra a su amiga, no menos guapa, quien hasta hace un momento parecía impaciente.

Había intentado sentarse en tres mesas diferentes hasta que, finalmente, eligió una cuidadosamente. Seleccionó la silla que iba a utilizar y acomodó los objetos sobre la mesa de tal manera que quedara claro que el lugar frente a ella estaba reservado para su acompañante.

Al poco tiempo de haberse sentado, clavó la mirada en su teléfono celular, el cual observaba con tranquilidad. Aunque no podía ver su cara de frente, percibía que su semblante estaba relajado y, por momentos, se permitía una ligera sonrisa que me dejaba apreciar una de las comisuras de sus labios, delicados, perfectamente delineados y delgados. Al percibir la presencia de la recién llegada, levantó la mirada y su sonrisa se tornó amplia y expresiva.

Casualmente, ambas vestían ropa deportiva, lo que sugería que hacían ejercicio con regularidad. No solo por la indumentaria, sino por sus cuerpos atléticos y cuidados que ambas lucían.

Se abrazaron efusivamente de pie, sonrieron, conversaron profusamente, volvieron a abrazarse, evidenciando el cariño acumulado y contenido por la distancia desde su último encuentro. Probablemente, se conocían desde niñas y eran grandes amigas de toda la vida; las miradas, ahora que la recién llegada había retirado sus gafas oscuras, eran genuinas, cariñosas y cargadas de vitalidad.

Finalmente, se sentaron y comenzó una conversación más reposada, más profunda, pero no menos entusiasta. Las sonrisas casi desaparecieron, pero no la alegría en sus miradas, la vitalidad se reflejaba en el semblante tranquilo de ambas. La que había llegado primero al café contaba algo con entusiasmo, quizás una anécdota. Ambas sonreían.

La primera gesticulaba mucho con las manos, ni grandes ni pequeñas, pero sí con dedos delgados y un elegante y discreto manicure que les confería mucho estilo.

La segunda, por su parte, casi no movía las manos mientras escuchaba; abría sus brillantes ojos negros, grandes y muy redondeados, que contrastaban de manera armónica con su rostro de facciones más afiladas y pómulos redondeados, sin llegar a ser saltones, y su cabello suelto y ligeramente ondulado, tan negro como sus ojos, con los que mantenía una mirada fija. Esa mirada tan profunda la hacía verse aún más bella.

Ahora cambiaba el rol, y quien gestualizaba y contaba algo con entusiasmo tomaba la posición de escucha atenta. Y la que escuchaba con mirada profunda comenzaba a hablar. El bello rostro poco a poco transformaba la expresión de una sonrisa exultante en un gesto de incredulidad y hasta una tristeza contenida, mientras los ojos grandes y bellos comenzaban a perder su brillo y se llenaban de lágrimas. El semblante se tornaba serio y, por momentos, contenía la conversación cerrando los labios, formando un marcado y casi puntiagudo arco de Cupido.

Casi involuntariamente, cayó sobre su mejilla derecha la primera lágrima. Mientras, el rostro se tornaba casi inexpresivo, lo que demostraba la profundidad de su tristeza. Esperó un momento, inhaló profundo por la nariz, ensanchando las fosas y relajándolas después para poder continuar su relato. Daba detalles que permitían empatizar más con su pena. Rodaban más lágrimas ahora por ambas mejillas. Su amiga aprovechó para tomarla de las manos y expresarle su solidaridad, para decirle que compartía su tristeza.

Sacó de su bolsa un paquete de pañuelos desechables y le ofreció uno a su amiga, quien lo tomó sin perder el hilo de la conversación. Luego tomó uno para sí misma, con el cual envolvió su dedo índice y lo llevó a la nariz mientras se tapaba la boca con el puño. El llanto de ambas ahora era tranquilo, pero sostenido y fluyó poco a poco hasta hacerse menos intenso.

La tranquilidad regresó a sus semblantes y la bella mirada volvió al rostro, que después de las lágrimas ahora se veía más genuino y hacía que su atractivo se percibiera más simple y profundo.

Afortunadamente, la amistad nos permite estos momentos de catarsis que nos devuelven a ese estado humano, vulnerable y bello donde tenemos nuestros demonios y nuestros infiernos, pero donde somos, al final, nosotros mismos.

 

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