Lúi hojeó la libreta, por un momento dejó de sonreír para concentrarse en buscar la página correcta. No recordaba si la página tenía algún color en específico o la había olvidado por la emoción. A veces volvía a empezar y otras meneaba la cabeza en desaprobación y comenzaba desde el inicio. Repitió el proceso en tres ocasiones hasta que empezó a patalear y mover su nariz de alegría.
– Mi papá y sus amigos me dijeron que te hable de mi deseo. Yo deseo ver a mi mamá. – Hizo una pausa para asegurarse que la mirada lunar estaba sobre él. – Mi mamá decidió irse cuando yo nací. Supe cómo es ella en un retrato que mi papá pintó, hasta que un día se quemó la casa y no pudo rescatarlo. Intentó volver a pintar a mi mamá, pero dejó de hacerlo porque empezaba a olvidarla. Lloré mucho y quería volver a ver a mi mamá. Mi papá intentó convencerme de que mi mamá estaba en el viento acariciándome y en el jardín cuidándome cada vez que voy a jugar, que me levanta cada vez que me caigo; pero yo no la veo y yo quiero verla. Fuimos con los amigos de mi papá y me dijeron que pidiendo un deseo a la Estrella de la Colina, pasando por el Bosque Dulce, puedo volver a verla. El guardián quiere una lágrima tuya y sólo así nos dejará pasar a pedir mi deseo. Quiero verla, Luna. Veo a las mamás de los otros y me pregunto: ¿por qué yo no puedo ver a la mía?
El ojo tomó una coloración morada y observó a Lúi, quien guardó la libreta en su mochila y volvió a sonreír. La luna observó en las mejillas del conejo un brillo acuoso que el viento se llevó. Sintió tristeza. Pensó en todas las noches que él había llorado y que en su presencia estaba intentando con todas sus fuerzas aguantar el llanto. Una acumulación acuosa se observó en el lagrimal de la luna, ésta parpadeó y la lágrima, mecida por una brisa, descendió hacia la ubicación de Lúi.
Ésta tenía el tamaño del conejo, su color era amarillo, la tenue luz era blanca y la textura parecía de gelatina. Al tenerla en sus patas, sintió una paz y tranquilidad que aún no conocía. Se percató que no tenía peso alguno y podía sostenerla por encima de su cabeza sin esfuerzo.
– ¡Gracias, Luna! ¡El guardián del Bosque Dulce ya no le tendrá miedo a la oscuridad y podré cumplir mi deseo! – Sonrió por última vez a la luna y se dirigió a la salida de las ruinas. Antes de dejar atrás el último pedazo del templo, movió su pata con euforia para despedirse de ella.
La luna vio cómo Lúi daba brincos de alegría en su caminar y soltó un hondo suspiro que agitó algunos árboles y partió el obelisco a la mitad. Pensó en el viaje del conejo hasta su casa: las colinas que subió, los caminos desconocidos que recorrió él solo; todo para cumplir un deseo. Iba a proceder a regresar a su lugar entre las estrellas cuando una sensación de incertidumbre, que creyó olvidada, detuvo su asunción. Buscó en sus recuerdos la razón de lo que pasaba por el fondo de sí misma, encontrando sólo la causa de la separación de sus fieles.
– La estrella…. las ruinas… – Permaneció en esa órbita, trató de recrear las imágenes de sus últimos recuerdos, pero sólo encontró olvido. Después de unos momentos, reafirmó su trayectoria al vacío cósmico. Había decidido no importarle más los actos de esas criaturas que alguna vez cuidó y no cambiaría de idea; tal y como lo había hecho antes. Bostezó, cerró su ojo con intención de volver a dormir y nunca despertar.
Las imágenes de sus sueños esta vez fueron de un fuego que no necesitaba de alimento para continuar con vida, una estrella al alcance de los seres terrenales, risas, el sabor de las manzanas y una sonrisa que mostraba todos los dientes.