Venenos por J. D. Zárate

Lucía, esa temible Lucía que atrapaba los mosquitos con una mano haciendo presión, hasta dejar la memoria de un pequeño cadáver en su mano.

Lucía, un ente joven que no gustaba del alcohol en madrugadas acompañadas, que en lugar de eso, ella prefería etiquetar su soledad y compartirla en madrugadas ajenas.

¡Lucía, Lucía, Lucía! con esa sonrisa que parece de una arquitectura imposible e incomprensible, con unos ojos que te prometen flotar en lo divino y culminar en el delirio. Las flores podrían adornarle el rostro, el cabello, pero en lugar de eso ella les ilumina la existencia superflua que consagran en cada miserable pétalo.

Y tal pareciera que las noches se crearon para confesarle a la mortalidad que, no significa nada nadie sin ella en el mismo plano natural. Confiarle a su almohada esa caja circular que consagra una bella y mística masa grisácea, tan llena de Lucia.

¿Cómo explicarle al mundo que su belleza es igual o más catastrófica que un huracán de gran intensidad?

Sublime.

Lucía es cualquier alma perdida que desesperadamente busca el brillo de la esperanza o de esa devastación disfrazada de una espera incontrolable, sumergida en su intolerable astucia, encajando en cada borde de la fantasía, rosando los charcos de la melancolía a cada suspiro, a cada ceguera soñada… Dice el poeta adicto o el adicto poeta:

“Un cigarro por cada beso que se ahoga en gritos de silencio.”

Y así, se guarda el recuerdo de una Lucía.

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