Vine por amor. Así de sencillo, así de trillado. Vine porque me enamoré de un oriundo de este horizonte sepia abrasado por el viento salado del Mar de Cortés.
Yo soy del Páramo y pensé que el Desierto no sería tan complicado.
Llegué al Cuévano después de desembarcar del Mediterráneo. Venía de otra vida, donde la piel la tenía prometida a otros labios trasatlánticos. Así que llegué sin piel.
Primero fue estar sola después de muchos años y rodeada de alacranes que trepaban por las paredes arrugadas de mi cuarto. Estaba otra vez en el Cuévano, reencontrándome con fragmentos de otra vida que viví entre el empedrado de sus callejones empinados.
Me topé con viejos amantes, siempre con la precaución de quien tiene el corazón arrendado desde latitudes trasatlánticas. Conocí a nuevos aliados y, por un momento, quise quedarme ahí para siempre.
No obstante, se sabía que era cuestión de tiempo. Lo sabían los amantes, lo sabía yo e incluso lo sabía quien era el apoderado de mi corazón: el Cuévano era sólo tierra de tránsito, yo andaba buscando patria para quemarme todas las naves, y en mi caso -bien se sabía también- mi patria estaba destinada a cimbrarse en los brazos de un hombre.
Nadie perdió la ocasión. Bueno, casi nadie.
El Trasatlántico, llamémosle así, sólo estaba interesado en arrendamientos. Entonces, con todo el dolor que da arrancarse la piel, saldé las cuentas con él y lo liberé de su contrato. Él se quedó en el Mediterráneo, quizás, no lo sé, sólo sé que lo último que verdaderamente escuché de su pecho fue un “no estoy listo”.
Luego, probé viejos besos que no me supieron a lo mismo, quizás porque aún tenía hiel escurriéndome por los poros. Quizás porque ya había aprendido mi lección: no busques Patria donde aún hay guerra.
Y un día, como si lo estuviera esperando (pero no) volvió él, mi Desértico, volvió como siempre volvía (él a mí o yo a él, eso es irrelevante por indiferente), volvió con toda nuestra historia a cuestas para decirme que también venía desembarcando y andaba buscando patria, como yo.
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