Y usted, ¿qué es? Por:  Paco Alegría

Después de varios años sin vernos, volví a ver a mi tío, el intelectual de la familia. Doctor en Ingeniería, académico de toda la vida. Por esas fechas, yo cumpliría próximamente 17 años y lo más importante en ese momento para mí era que acabaría pronto la preparatoria. En mi casa, el proceso único, tallado en piedra, era: después de la prepa sigue la universidad. Así que la elección que yo me planteaba, ir o no a la Universidad, era superpuesta por la que imponía la tradición familiar, ¿qué carrera escogerás?

Aproveché la reunión con mi tío para preguntarle cuál sería su recomendación. Y él me dio un gran consejo: “no pienses en la carrera como una caja negra en la cual entrarás como preparatoriano y saldrás como licenciado. Piensa más bien en qué quieres hacer durante la carrera, qué quieres aprender durante ese tiempo, y no te preocupes mucho por el título que obtendrás”. Supongo que era un gran consejo, básicamente porque, como buen preparatoriano, no lo seguí; escogí la carrera pensando en mi flamante vida profesional. Bueno, más bien en el resultado económico y mi posición en temas de emparejamiento como “buen partido” que daría mi flamante vida profesional.

Lo que tenía que pasar, dado el presagio de mi tío, pasó. La carrera me resultaba aburridísima. Especialmente cuando dejamos lo que llaman por ahí “tronco común” y pasamos a las materias de especialidad, que eran precisamente las que menos me gustaban.

La música me salvó. Y no en el sentido metafórico. Logré colarme en una banda de reciente creación que pintaba para ser proyectada internacionalmente como el referente clave del rock alternativo – progresivo mexicano. Bueno, eso decía mi cabeza a los 19 años, después de dos de ardua disciplina estudiantil con lo que eso implica: biblioteca diaria, billar cada tercer día y alcohol solo los jueves, viernes y sábados.

Abandoné la carrera, lo que significó un disgusto familiar muy importante. Pero estaba tan resuelto, seguro, convencido y, sobre todo, disciplinado (eso decían mis papás a sus amigos para justificar mi deserción) que no había ningún remordimiento. Y, al menos lo de disciplinado sí se cumplía. Ensayaba más de seis horas diarias.

Un año, una docena de “tocadas” y un par de demos después, el grupo se disolvió. No nos dio para ser el tan ansiado referente. Y tuve que enfrentarme a la dura realidad de regresar a la universidad. Todavía hoy no entiendo cómo no se atragantaron mis papás cuando, de lo más casual, dejé caer el comentario: “pues ya no quiero regresar a esa universidad, ni a esa carrera. Sí quiero estudiar, pero otra cosa y en otro lado”. Pero después del bocado difícil, aceptaron mi decisión e incluso semanas después se veían más entusiasmados ellos que yo.

La verdad es que dos años después llegué a pensar en volver a abandonar la universidad, solo que, entre la beca deportiva, la beca académica, la novia y el síncope que podría provocar a los viejos, decidí quedarme y acabar. Aunque la universidad me gustaba y reconozco que me trataban muy bien, la carrera no me gustó. Me apaciguaba pensando que ya corregiría el rumbo con una maestría, al menos eso pensé.

Y al tiempo pude estudiar una maestría. Ahora sí llegó el momento de entrarle a lo mío, mío, pensé. Disfruté mucho estudiando la maestría; era otro ritmo, otra exigencia, al menos sentía estar enfrentándome a conocimientos más “sofisticados”. Pero, cuando la acabé, entendí que esos conocimientos me gustaban mucho, pero no me llenaban, no me hacían sentir nada especial.

Un compañero de la maestría me propuso estudiar en el sistema abierto otra carrera. Buena idea, pero ahora tengo que romper definitivamente con lo que hasta ahora sé. Y como estaba metido en el mundo técnico-económico-matemático, ¿qué mejor que irme para el lado de las humanidades? Y en un arrebato, de esos que luego ni nosotros mismos entendemos, allá fui, a enfrentar mis demonios, los más duros, los más difíciles, porque eso resultó ser esta nueva carrera.

Cuando me preguntan: “Y usted, señor, ¿qué es?”, me enfrento a una respuesta incierta, es más, a veces al contestarla me siento “meme”: —Comencé estudiando Ingeniería Civil, me gustan mucho las matemáticas —¡Yei! —Pero no acabé —Mmm. —Pero luego me dediqué a la música—¡Wow! —Pero luego lo dejé—Uh. —Bueno, luego estudié Administración y me titulé, con menciones y demás—¡Eso! —Pero la verdad no me gustó la carrera—Uff. —Para corregir hice la maestría en finanzas —¡Órale! —Pero nunca he trabajado en eso—Jajajaja. — Pero ya así, así, estudié filosofía— ¡¿Por?!

Pero mi conclusión me la dio esta última. Aristóteles dijo que todos los entes buscan su “areté”, su máxima realización, su perfección, y que en eso se basa el que sean buenos. Hay entes como los animales cuya perfección es muy similar entre ellos; no es muy diferente la “perfección” de un perrito faldero de la de un juguetón boxer o un valiente mastín. Todos son perros, y todos tienen acciones básicas. Pero el ser humano es diferente, la perfección de uno no es la de otro, lo que me lleva a ser bueno a mí, mi perfección, no es necesariamente parecida a la de nadie.

Ahora reflexiono que, por un lado, terminé haciendo lo que me propuso mi tío: fui aprendiendo, no obteniendo títulos.

 Por otro lado, yo, al igual que muchos otros estudiantes universitarios, me enfrenté a la perturbadora idea de tener que decidir cuál sería mi “areté” a la infantil edad de 17 años, cuando aún sabes poco (aunque crees saberlo todo), tienes poca experiencia y, sobre cualquier otra cosa, no has entendido que, al más puro orden aristotélico, la perfección se construye momento a momento, acción tras acción, y que es imposible que en una decisión logres determinar tu perfección. Cambiar en el camino, de carrera, de actividad profesional, de conocimientos es válido; vas en busca de tu areté.

Por eso ahora, cuando me preguntan: «Y usted, señor, ¿qué es?», pienso: soy un ente normal y bueno.

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