Eres como ese árbol. Me dijo Ricardo que soy como ese árbol. Y después me dijo que él era como una palmera. Que esa era la diferencia entre ambos. Y vi con los ojos en la nuca al árbol que señalaba. Inmediatamente recordé a María Luisa Bombal. Supe porqué era de ella mi cuento favorito. Soy un árbol. Uno parecido al de su cuento. Uno que busca únicamente la contemplación y el tiempo. Dije, hace poco, que mi vida está destinada a la dubitación y el vacío. Es como ser un árbol. Y me puse a llorar. Lloré sobre el suave y azul regazo de Ricardo, él me decía que lo sacara todo. Que no me fuera a quedar con nada. Sentí que mi rostro se derretía sobre su saco, y que mis ojos, que no habían dormido nada, se colapsaban. Pensé en Roberto Bolaño, en que quería escribir de él, y de cómo había elegido ser un escritor pese a no existir en la universidad una matrícula de poeta. Pensé en Charles Manson, en que le tomó interés absorto a algo así como un curso de coaching de ventas, en el que le enseñaban a hacer sentir a los demás que la razón era suya, cuando en realidad era sólo y únicamente la semilla de una idea ajena. Y qué más da. Pensé. Pobre sujeto. Siempre en la maldición de haber nacido en su cuerpo, con el estigma de su pasado, con todos sus miedos. Y con todo lo malo a cuestas. No. No lo justifico. Sólo entiendo que la gente triste termina escribiendo con sus historias cosas peores a la misma tristeza.
Regresé la mirada al árbol. Todavía desde la nuca. Pensé que existía algo más en aquella metáfora. Pero Ricardo comenzó a hablar sobre las palmeras. Dijo que son flexibles, que nos llevan a un lugar cálido y amable. Y que la gente que es un árbol no siempre es así. Que esa gente es rígida, y aunque sus raíces están bien sujetas a la tierra, no siempre permiten que se alcancen sus ramas. Nadie puede tener la razón. Sólo tú. Y sé, en el fondo, que él tiene la razón. Por lo menos esa. Pero, no puede ser todo tan malo. Los árboles dan sombra, y vida. Están atados a la tierra porque se saben permanentes, y buscan el agua aun cuando no les llega. Los árboles están ahí, y como a las brujas, sólo se les puede destruir si los quemas o los destazas. Sin embargo, lo admito. Quizá soy del tipo de árbol que decide dejarse morir. Escuché hace días un podcast en el que hablaban de la importancia de tomar terapia. Luego de casi dos años, por fin me atreví a cruzar la puerta de un consultorio. No dije nada. Aunque creí que el frío de un quirófano era incomparable, el frío de ese consultorio me heló más la vida que ningún otro recinto. La psicóloga comenzó a preguntar cosas, cosas muy sencillas. En menos de una hora, yo le había contado absolutamente todo. Incluso lo que más pena me daba. Y ella estaba ahí: inmutable. Certera. Precisa en la convicción de sus palabras. Viendo mis manos ir de un lado a otro. Viendo como mis ramas comenzaban a doblarse. Analizando como la corteza caía de a poco, y respirando el extraño aroma de unas hojas que se caían al compás de la lluvia.
Tienes tarea. Me dijo. Lo acepté. Qué cosas ya no quieres en la vida. Piénsalo. Y los días pasaron como un bólido. Regresé a estar parada en los brazos de Ricardo, en medio del déjalo salir, déjalo salir todo, no te quedes con nada. Lloré. Lloré como los árboles deben llorar cuando la sequía pasa y el agua adorna sus cuerpos. Me senté sin aire frente a él y le dije “ya no puedo”. Y no puedo. Pero quise ahí escribir sobre Mecano, sobre la Fuerza del destino. Porque pienso que el destino es inamovible. Pienso en Virginia Woolf y en Fernando Pessoa, en el hecho de que estuvieran tan separados del tiempo y el mundo, y que al mismo tiempo estuvieran sujetos al mismo dolor. Al miedo a la locura. A mí también me aterra la locura. Pero, yo no tengo un refugio como una habitación propia o una botella. No tengo la vejez, las piedras, o el río. No tengo a Mercedes Sosa que vuelva un poema de mi esquiva tragedia. Tengo solamente una mano con tres líneas grandes y afiladas.
Una mano como un libreto. Como un Segismundo preso y furioso. Una vida capaz de ser leída en el café, en el iris, en las barajas. Pero, qué pasa cuando Bolaño dice que, se puede pasar un poco tiempo escribiendo, pero una vida corrigiendo. ¿Será entonces que, como sueña el rey que es rey, es en realidad solo desdicha bosquejada? Quizá. Tal vez. Pero entonces, miro la fecha de un día antes. Un día después de la terapia. 21 de agosto. Y lo entiendo. En un estado más lisonjero me vi. Celebraba en una cama el mareo de la ansiedad, mientras desde el cielo los pájaros de boca de mi abuelo me recordaban que no debía tener miedo a mis propios sueños. Que no. El dolor y yo. La gente que me daña y yo. Yo y mi antiguo yo… ya no somos amigos.