Fotografía: cortesía prensa FIC
La presentación de la Compañía Nacional de Danza de España durante el XLIV FIC fue un dos por uno en donde ambas propuestas merecen una nota aparte.
Parte 1: ¿Llorar por amor?
Durante cincuenta minutos de una más que española versión del ballet de Marius Petipa, debido a los constantes elementos flamencos tanto en la vestimenta, en la música bañada de la percusión de panderetas, así como las palmadas festivas de un pueblo vivo no sólo por mostrarse sonriente o jubiloso, poco importó que la primera bailarina fuera asiática.
A diferencia de otras representaciones, en este Don Quijote “el caballero de la triste figura”, aunque sobre todo observa, realmente es el protagonista y no por impresionar a un pueblo que reverencia su llegada, tampoco por poner orden ante las riñas de los hombres buscando la atención de una dama, ni por defender firmemente a su escudero cuando, por sus propias y muchas veces inteligentes gracias, era burlado. Esta vez el Quijote es un hombre ante todo enamorado cuya fuerza y esperanza obtiene del amor, al soñar con él y al verlo en otros consumarse.
Se abre el telón y ahí está Don Quijote leyendo, imaginando, y en su meditación recibe el regalo onírico de bailar con su amada. Pero al despertar la pierde y lucha mientras camina por la vida para volver a encontrarla. Luego de tres cuadros en donde cada vez una pareja diferente representó los matices de España, por fin los dos jóvenes amantes protagonistas se unen en matrimonio y con ello el señor de La Mancha ve triunfar sus ideales.
En ese momento jubiloso Dulcinea del Toboso se pasea entre el pueblo y el Quijote la sigue sin dudar un poco que ha valido el tiempo de la espera y finalmente ha ganado la batalla. Con esa escena y un público suspirante cabe cuestionar si está pasado de moda llorar por amor o es ridículo por cosas como esa tanto emocionarse. Ya sea por alegría, añoranza o nostalgia, esta vez la Compañía Nacional de Danza de España con la presentación de Don Quijote, Suite, demostró que no.
Parte 2: Danza para asombrarse y meditar
Entre el barullo del intermedio un hombre con traje se planta frente al telón cerrado y con música de saxofones pide indignado el silencio de la audiencia. Con un público más o menos atento el hombre espera ansioso la llegada de su pareja que nunca llega, pero en la espera él juega y experimenta bailando graciosamente toda música con cualquier movimiento inesperado que le permite su cuerpo.
Se abre el telón y otros seres trajeados se unen con movimientos diversos que de pronto se unifican en una coreografía de secuencias repetitivas en donde la danza para nada es convencional. Sentados en sillas acomodadas en media luna, los bailarines siguen la secuencia en efecto dominó, saltan, suben a la sillas, bajan y cada vez se despojan de una prenda, todos menos uno que luego de cada repetición cae cada vez con mayor tempestuosidad.
Continúan los movimientos poco comunes y la gente comienza a tomar videos, a fotografiar, y preocupados por tener evidencia de aquel sorprendente momento no observan lo que está frente a sus ojos y se olvidan de lo más importante: asombrarse plenamente y disfrutar.
Los bailarines convierten sus cuerpos en relojes; sus brazos y piernas son las manecillas que abren paso a una dialogo en pareja en donde danzando se buscan, se conocen y se encuentran. Los bailarines se elevan sobre el suelo continuando el experimento corporal y la gente chifla y aplaude como si fuera una gracia que espera ser aplaudida nada más. La gente habla de lo bien torneados que son los cuerpos, de la técnica sobrenatural, pero no cuestiona el por qué de su risa, no se da cuenta de que allí hay un mensaje más bien emotivo que intenta decir algo más.
Con movimientos “chistosos” bajan todos los bailarines y escogen en el público a sus parejas. Luego en el escenario bailan frente a sus invitados y éstos tardan en darse cuenta de que aquellos “extravagantes” movimientos son una invitación para desinhibirse, la prueba de que cualquiera puede y sabe bailar. Después de un rato todos sobre el escenario son bailarines, bailan un swing con pasos de danzón, aunque en realidad bailan como se debe, como la música a sus cuerpos lo sugiere y al final de la pieza la bailarina principal es ahora una mujer mayor que en el centro ha quedado de pie.
Vuelven los seres de los trajes negros y al compás de música techno, como si se tratara de la música del Don Quijote, mientras bajan y suben las cortinas hacen pliés y giran con la más fina precisión del clásico ballet.
Así concluye el Minus 16 de Ohad Naharin, y entre las butacas se escucha que algunos les gustó más la primera parte, (“se debió acabar cuando dieron el intermedio, ¿qué fueron esas cosas raras?”), a otros la segunda (“estuvo más divertido, yo me estaba durmiendo al principio…”), y para muchos la anatomía de los bailarines junto con la altura de sus saltos fue espectacular. ¿Será que alguien habrá pensado al menos por un momento en que, sin importar el tipo de música, el vestuario, la técnica, los estilos, los pasos, la experiencia, la edad, el género o la nacionalidad, la danza es el movimiento de la vida, la expresión del cuerpo por el que andamos en el universo, que todos bailamos a cada instante aunque muchas veces presos, que la danza puede definirnos y redefinirnos, que si perdemos el miedo de despojarnos de las cadenas de lo convencional a través de la danza nos podemos liberar?