Zona de promesas Por Sandra Fernández

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Para Jafeth

Lunes Religiosos

Cuando era pequeña imaginaba que algún día, cuando fuera muy famosa, mi historia pasaría en una suerte de estos programas en los que hablan las biografías de las personas, increíbles y distantes, a la realidad de nosotros los simples mortales. En mi biografía se contenía un sinfín de mis proezas, para empezar, que de todas las mujeres, yo era la más hermosa; que de todas las personas, yo era la más buena, la más llena de talentos; que cantaba tanto como corría, o que escribía tanto como inventaba la cura de una enfermedad. Podía ver a mis amigos devastados tras mi muerte, la gran y dura pérdida de la presencia física de esta persona –sublime- que yo era. Y todos, como es costumbre en favor de los muertos, me admiraban y se desmedían hablando de mis maravillas y mis luces. Pero entonces, pasó lo inevitable: crecí. Y la vida adulta me ha hecho sentir incapaz de tomarle por las riendas. Incluso ahora creo que, si mi vida estuviera ahí, en la tevé, en un programa de estos, sería solo una sombra adentro de la zona de promesas.

Todo esto lo he pensado después de horas invertidas escuchando a Cerati. Que créanme, este hombre debería ser considerado canasta básica para alimentar al alma. Es, Gustavo Adrián Cerati, una suerte de deidad que vino a caer aquí en nuestro idioma. Lo cual agradezco infinitamente, ya que no he encontrado nada más hermoso que el español. Y, casi como broma chusca de Dios, lo han mandado fabricar en Argentina, porque de seguro los argentinos ya no tenían motivo para engrandecerse; así pues, lo tienen, lo tenían, lo tuvieron, y nos lo prestaron. La forma en que él murió fue, sin duda, la forma en que la historia se empeña para demostrarnos lo finitos que son los héroes: después de una foto grupal se nos cayó la luz del escenario y se iluminó el cielo, así nos lo postraron en una cama, y nos dieron tiempo, mucho tiempo. Tiempo para repensar lo estúpido que es atarnos a la posibilidad, y lo necesario que es aceptar aquello que no podemos cambiar.

Cuando pienso en la muerte, en Cerati, en lo importante que es disfrutar cada momento; es entonces en que me descubro cómo a Ishmael –Oh yeah, call me Ishmael-, viendo los cajones de muerto y deseando hacerme a la mar. Pero, digamos que ahora la vida no es tan fácil de movilizar, que ahora incluso nuestro único mar es el mar de las ausencias presentes.  Y que debemos aferrarnos al cajón de cuatro paredes en que nos hemos lapidado,  y que antes de sabernos presos le llamábamos casa. Pero bueno, no nos veamos tan devastados y en el drama, hay que recordar que los momentos buenos son ficticios casi siempre, que Cerati nos hizo a todos creer que hablaba de engaños y desamor, cuando en realidad hablaba de promesas de vida y prolongación de nuestras estadías en el plano al que pertenecemos.

Admito, remito, y sostengo, que el dolor más profundo es, el dolor de entender que estamos hechos del mismo material que las estrellas, que somos polvo que brilla, explota y se apaga. Y que tanto podemos pensar que, hay un amor de tres, o que es simplemente un  té para acompañar a esa lágrima que le dice a papá que todo estará bien, y que los eclipses son dos ojos que se cierran para dejar una pestaña de luz. Y esa luz son las palabras que todo lo curan: un jinete, una máscara y una ciudad, como eso: todo. La fuerza de la naturaleza, la misma  que nos grita en la cara que, antes de llorar, hay que recordar que hemos pasado por estos campos disfrutando la vida, que incluso nuestras junglas de asfalto son silogismos de un Nueva York que se parece mucho a todas las otras ciudades, y que en esas ciudades, antes de existir la muerte, tuvimos la dicha de hacer el amor, de despertar acompañados, y de jugar a la pelota. Entre todos los demás vicios que nos hicieron aprender de la magia que hay al decir adiós.

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