Crecer implica, en un sentido estricto, perecer de despreocupación y aumentar nuestra demanda de esperanza. A cada quien le llega la adultez de un modo particular, bajo el matiz del aumento de responsabilidades, con el adiós de un afecto enraizado, a partir de la llegada de la mayoría de edad o, en su defecto, hasta los cuarenta. Cómo olvidar el muy ansiado primer empleo —ese que brinda carácter y unos cuantos pesos a cambio de romperte las bolas con el martillo de la explotación— y en el peor de los casos, con el desempleo. Sí, vivir adultamente supone atenerse a una serie de saltos críticos, como aquellas cadenas de embalaje que manipulan objetos pesados. Nadie me advirtió que llegaría una edad, una etapa, un ciclo de hecatombes tan repetidas y constantes que no dejan espacio para admitir que, de ahora en adelante, la perpetuación de la vida y sus frutos depende más de lo que uno haga o deje de hacer, que de la intención cursilona de unos cuantos sueños postergados. La muerte, entonces, se vuelve un hecho innegable y un asunto serio, para personas serias.
Cómo extraño sentir sin culpa, no deber favores, satisfacer mi gula, no mostrar pudor alguno hacia las inquietudes de las cosas simples; cuando no me forzaba en practicar la otredad, siendo yo un ser profundamente egoísta, en casos muy específicos, por momentos, una criatura abominable para la gente selecta, madura, de muy buenos modales. Resiento los años exentos de crisis, palabra, que por cierto, proviene del griego κρίσις, que significa “decisión”. ¿Qué haré en diez años? ¿A qué quiero dedicarme en el futuro? ¿Habré conocido más de diez países antes de los treinta? Preguntas que afinaban mi sentido agudo del optimismo, en vísperas de un acontecimiento cuasimágico que trazara sin error mi personalidad, experiencias y profesión. Una vez que la realidad asalta, como ahora, que escribo estas líneas sin mucha expectativa del después y con la certeza de que, incluso, el presente se me escapa, pierdo de a poco el gusto por los proyectos grandilocuentes y la creencia en la satisfacción plena, la impecabilidad de mis acciones, la iluminación divina que me lleve a recibir, algún día, el Premio Nobel de Literatura, y la premisa falsa que de que el amor lo puede todo.
No me juzgue antes de tiempo, déjeme decir en mi defensa que todavía conservo retazos de esa nostalgia práctica y ambición por las grandes ideas en algunos de mis pasatiempos, como coleccionar insectos muertos en envases desechables y, cuando puedo, vencer uno que otro obstáculo apelando a mi suerte.
Vaya usted a saber, pero luego del párrafo anterior, medito y pienso que tal vez las crisis y las “adulteces” sean finitas y como dice Honoré de Balzac “en las grandes crisis, el corazón se rompe o se curte” y, por suerte, poseo un corazón y toda un existencia más curtida que rota, por ratos, cuando no me escondo del mundo.