IV. S. por Luz Atenas Mendez

El sonido del plástico chocar nunca había sido tan seco y tajante, hasta ahora. Landon observó con cuidado las manchas pequeñas que se habían formado alrededor del teléfono, producto de su descuido al haberlo tomado justo después de haber limpiado la cocina de su piso. El departamento estaba en silencio, ahora; casi parecía que su destino era aquél. Estar en el silencio y en la soledad, en la oscuridad de sus aposentos.

 

Sabía, por alguna extraña razón, que era la mejor opción. Jaqueline no lo había tomado tan bien, pero había accedido a su petición: Oliver tendría una oportunidad, una vez se hubiera curtido bien en el ámbito de administrar otros espacios. Él lo sabía, y pese a que años atrás hubiera tomado otra decisión, ahora le satisfacía su elección. Por extraño que pareciera, para él, Elliot se había presentado como una vía alterna para obtener un ingreso esperado por Landon hacía mucho tiempo.

 

No sabía si comunicarse con sus tíos o no; al final de cuentas, llamarles “tíos” era darles mucha importancia. Sólo eran las personas que le habían cuidado un par de años, al menos hasta que él mismo decidiera que aquello no era existir: estudiar en casa, tener institutrices que no tenían permitido decirle cosas más allá de la información de las clases que le impartían y no formar lazos afectivos con las personas que lo cuidaban era, en cierto sentido, bastante tedioso.

 

Ahora lo comprendía: sus padres lo habían entregado a ellos para “protegerlo”, empero él sabía que había otros factores. Nunca preguntó, en realidad, qué había hecho él para merecer aquello; no estaba en sus planes buscar a nadie de su pasado, mucho menos a sus padres, aunque reconocía que si no fuera por ellos, la vida misma no sería suya.

 

—Bueno, debo darme prisa— dijo, más por necesidad de escuchar algo vivo en la estancia que por necesidad de que otra persona lo escuchara y comprendiera.

 

Siempre había sido solitario, pero el hombre del traje, Elliot, parecía más solitario que él. No sabía por qué, pero creía que era una persona bastante metódica, cuadrada y recta; quizás estas prácticas ofrecidas lo sacaban de su zona de confort, pero no podía asegurarlo. Por lo pronto, debía ir a hacer la compra: “sólo cosas saludables, anote lo siguiente…”, la lista se encontraba a un lado del teléfono. Comenzaría con su cuidado alimenticio el día siguiente, que curiosamente caía en lunes. Había tomado, para él, menos de 24 horas decidirse y hablar al teléfono de la pequeña tarjeta. Debía hacer la limpieza, también, así que se acercó a las ventanas de la estancia, con paso ligero, y abrió todas y cada una de ellas, corriendo las cortinas a los lados y dejando entrar la luz. Todavía era temprano y en una ciudad como ésa el calor era normal, así que con eso se ahorraría un poco, apagando el aire acondicionado y abriendo las ventanas.

 

Sabía que el trato le traía más beneficio a él que al hombre, Elliot. Al menos eso intuía. Venga, que un extraño te pague por comer bien y asistir a unos cuantos exámenes, bueno, era mejor que buscar trabajo de nuevo. No era que lo necesitase, y no deseaba buscar trabajo ahora, pero la suma de dinero que ganaría con ello le atraía bastante.

 

Recordó que una vez le dijo su “tía” algo como “tus padres tienen mucho dinero, por eso te han mandado con nosotros y han pagado todo lo que vas a hacer de aquí a 9 años. Cuando cumplas 16, volverás con ellos”. Pero nunca volvió.

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