0.
“¿Quién, si gritara yo, me escucharía / en los celestiales coros?”, así comienza la traducción de las Elegias de Duino traducidas por Juan José Domechina. La leyenda cuenta que escuchó esos versos en los acantilados de Trieste, en un camino que el turista literario puede recorrer hoy. La leyenda sería más real si dijera que los escuchó en el silencio externo de su conversación interior.
El silencio por su propia naturaleza puede ser comparado con cualquier cosa. Con un corpiño mal abrochado o con una blancura apresurada. Con una terraza desierta o con un llavero reencontrado. El silencio es belleza y necesario para contemplarla, condición indispensable del amor y sus conversaciones y un epílogo perfecto para la carne. Aunque para definirlo haya que romperlo.
1.
Lo primero es contemplar. La obra de arte o un cuerpo ajeno (el cuerpo, incluso el nuestro, es siempre ajeno). Dejar que en silencio la vista, y el intelecto con ella, o quizá al mismo tiempo, vaya encontrando cada detalle. La música, el teatro, la ópera, el cine se disfrutan en silencio. La pintura y la escultura también. O deberían. La literatura, siendo como es un dialogo, ha de tenerse también silencio, como uno de esas conversaciones con uno mismo.
Contemplar y aprehender. Contemplar y recrear la belleza, como quien tararea una canción, como quien vuelve a ver una escena en su cabeza. Como queriendo hacer de la visión fugaz, una eternidad, un instante de eternidad
Y, al final, la belleza, la visión que hemos tenido de la belleza, se acaba instalando en el corazón del que María Zambrano escribió que “es centro porque es lo único de nuestro ser que da sonido”.
2.
“Aquí está: mira. Yo tengo el fuego en mis manos. Yo lo entiendo y trabajo con el perfectamente, pero no puedo hablar de él”.
Cualquier enamorado suscribiría las palabras de Lorca, tan cercanas quizá no por casualidad a San Agustín, cuando alguien, conocido o desconocido, le pide explicaciones de su sentimiento.
Hay quien buscará, inútil, en el diccionario la definición más acertada. Hay quien citará, de memoria, la retahíla de Lope en el soneto que termina diciendo “quien lo probo, lo sabe”. Hay quien sacará una fotografía de la cartera (¿todavía alguien lleva fotos en las carteras?) y sin palabras la enseñara al interlocutor. Habrá quien quiera decir y no sepa. Hay quien se sorprenderá, también en silencio, de la pregunta y su gratuidad. Habrá, en fin, unos pocos, que ni siquiera osan escribir la palabra por miedo a desgastarla, por miedo a que salga del silencio en que mejor se encuentra.
Wittgenstein termino su Tractatus con una sentencia lapidaria: “De lo que no se puede hablar es mejor callar”.
Uno hablaba de poesía, el otro de filosofía; las dos disciplinas humanas más cercanas a estar enamorado. Cuando son verdaderas.
3.
“Como los erizos, ya sabéis, los hombres un día sintieron su frío. Y quisieron compartirlo. Entonces inventaron el amor. El resultado fue, ya sabéis, como en los erizos”.
PD
El silencio creador es una antología de textos recopilada por Federico Delclaux, publicada en 1969 y lamentablemente no reditada nunca. En ella encontré por primera vez Proust: “Puede reconocerse en toda obra de arte a aquellos a quienes el artista ha odiado y, ¡ay!, incluso a aquellos a quienes más ha querido”.