Orquesta Sinfónica del Estado de México
Alexei Volodin, piano
Teatro Juárez
17 de octubre
Aunque el sentido que recibe al sonido es el oído, los ojos también escuchan. El sonido, es sólo una parte del encanto al asistir a un concierto como el de la Orquesta Sinfónica del Estado de México (OSEM). La música bien puede disfrutarse en absoluta oscuridad, pero observar minuciosamente cómo las señales del director dan vida a los instrumentos dormidos, cómo están acomodados de acuerdo a su tipo (cuerdas, vientos, percusiones) y cuáles son las diferencias de tamaño y color entre ellos, convierten la experiencia en un suceso único.
La música y los instrumentos se imponen, pero la vista también descubre a quienes se ocultan como magos anónimos tras ropas negras: los músicos. Hay ancianos sabios de cabezas blancas, arrugas firmes, peinados engomados, vestidos de cortes clásico, la mayoría con anteojos, algunos con talles derechitos y otros con espaldas encorvadas, los cuales cuidan solemnemente cada acción que pueda hacer daño al escenario, mientras agradecen todo servicio sencillo que reciben de sus colegas. Otros, adultos maduros, atienden con seriedad cada indicación de su líder sin necesidad de mirarlo, al mismo tiempo que ejecutan con precisión y determinación su tarea; sus rostros delatan paciencia pues se sobreponen instantáneamente a los errores y animan con sonrisas tranquilas a sus compañeros de menor edad. Por último están los jóvenes cuyos ojos irradian ansias por tocar; su postura evidencia una confianza severa en la disciplina, mas su aspecto (cabello rebelde y ropas de acuerdo a los diseños de moda) devela la distancia temporal entre su generación y la música a la que comienzan a consagrarse.
El músico no es sólo su instrumento, es un individuo y un ser escénico. Los solistas son un claro ejemplo de ello porque realmente todo su ser es capaz de individualizarse. Además del magistral dominio de su instrumento, los solistas son sujetos inconfundibles, más que por la perfección de su música, por la pasión personal que añaden a la ejecución. En el concierto del 17 de octubre de 2017, la OSEM trajo con ella al Festival Internacional Cervantino un invitado inigualable: Alexei Volodin.
Decir que él y su piano son uno sólo quizá sea un error, pues más bien son cómplices inseparables. Portando una camisa negra típica de su país, el músico toma asiento frente al inmenso piano de cola. Con la espalda erguida formando una línea perfecta, espera la señal del director y en un instante sus dedos velocísimos saltan de una tecla a otra. Transcurren las notas y la pose de espera se transforma en un constante estremecimiento; con ellas el dorso se alarga, otras veces se contorsiona, y si no es el cuerpo entero, al menos sí los pies, el cuello e incluso el cabello.
La música se escucha, se ve, se siente, se respira. La música es energía, es ritmo latiente, es inhalación y exhalación, es sudor apenas perceptible que corre, cual ondas sonoras, por la funda de piel del instrumento animador, del ser. La nota final llega y con ella el espíritu se derrama: las extremidades del mago se vencen no por el esfuerzo invertido, sino por la fuerza que muy dentro lo embarga. Su rostro, apacible y sencillo, refleja gozo y gratitud.
Escuchar con los ojos una orquesta es fascinante y enigmático, desde que aparecen los sonidos dispersos pero inconfundibles de la afinación previa, se encienden las lámparas sobre los atriles, se ajusta las partituras, surgen los destellos de los metales, bailan graciosos los arcos que cosquillean delicadamente a las cuerdas o retumban las percusiones luego de esperar mucho tiempo en silencio para hacer su entrada triunfal. El director, única persona cuyo protagonismo se impone al de los instrumentos, es crucial, pero igualmente lo son todos aquellos que hacen posible una sinfonía magistral, tal como el amable, querido y respetado por todos primer violín.