Se agotan los días del XLV Festival Internacional Cervantino (FIC) y en el último fin de semana arriban a la ciudad no sólo turistas en busca de fiesta o congestión alcohólica, sino también espectadores pavorreales que llegan a las funciones empoderados con un boleto de Ticketmaster.
Los protocolos para espectáculos en teatro son precisos. Una persona nueva en las cuestiones sociales y burocráticas del arte no está obligada a conocer las pautas que deben regir su comportamiento, esa es un conocimiento que se adquiere con la práctica, pero, de acuerdo a su condición primeriza, es de esperar que habrá en él un cierto recelo y mucha más responsabilidad en cuanto al cumplimiento de la hora de acceso, por ejemplo.
Algo que hace peculiares a las funciones del FIC en recintos cerrados, es la determinación de los jefes de foro al acomodar a la gente de la manera más eficaz posible, con tal de permitir un tiempo de preludio donde todos los asistentes puedan apreciar, tranquila y puntualmente, el comienzo de la obra. En la mayoría de los eventos los asientos están numerados y no hay mayor problemática que interpretar las claves de ubicación. La vista desde algunos puntos en ciertos teatros no siempre es la ideal y los acomodadores, buscando favorecer la experiencia de los asistentes, cuando suena la segunda llamada acostumbran invitar a las personas a reubicarse en las butacas vacías, pues el boleto indica claramente, aunque ocasionalmente se concedan otros diez, que el límite de acceso es veinte minutos antes y, por tanto, no habrá quien llegue a reclamar el lugar.
El protocolo firme, las cláusulas resaltadas en el documento y la lógica hacen bastante razonable e inofensiva esa costumbre referida. Sin embargo, de vez en cuando, un prepotente asistente se salta las reglas y, escudándose en una falsa experiencia como testigo de las tablas, convierte su negligencia en argumento de autoridad.
Las indicaciones de protección civil están a punto de concluir, a eso le sigue la primera llamada y justo cuando la amable voz de la grabación pronuncia “recuerde silenciar sus dispositivos móviles”, una bola de señores copetudos perturba la expectación con sus ruidosos pasos y luego con gritos acusando de bandidos a los jóvenes que van al teatro por primera vez y ocupan sus once intocables asientos. “Tercera llamada” resuena en las bocinas y los acomodadores tratan de ubicarlos en sillas cercanas exhortándolos a respetar la próxima vez las indicaciones que bien conocen y les recalcan que su entrada ha sido una misteriosa excepción. Pero esas palabras para sus señorías son el eco de una hormiga que pisotean sin miramientos y continúan encarando a los incautos asistentes puntuales hasta obligarlos a levantarse para luego regodearse desde el asiento por el que pagaron jactándose de su violenta habilidad persuasiva.
Han pasado tres minutos desde que se mancilló la tercera llamada y con ello el inicio de la función, pero estos impertinentes señores continúan debatiendo en altas voces qué fue lo más brillante de su intervención. La gente alrededor los observa con incomodidad, pero parece que sus años les han hecho perder la vergüenza y los encargados de pasillo continúan perplejos sin saber cómo tratar a seres tan insolentes. Una vocecilla en un arranque de valentía e indignación, aunque igualmente temerosa, dice lo que todos, salvo unos cuantos con las mismas mañosas canas, piensan: “Disculpen, ya dieron la tercera”. Bajan la voz, pero el cuchicheo todavía es potente. El técnico disminuye la luz y, con un retraso de cinco minutos, aparecen entonces los actores italianos que se hallaban dispersos entre el público. Menos mal que eran de los pocos artistas pacientes; quizá se rieron observando el circo, si no es que fueron parte de los impotentes “sh…”.
¿Qué pensarán los artistas extranjeros de artes canónicas frente al público mexicano? ¿Se distraerán los bailarines de ballet a mitad de la ejecución cuando la gente aplaude como foca y hasta grita ante el más insignificante salto? Lo mismo ocurre cuando los músicos apenas están afinando. ¿Creerán sincera la petición “otra, otra”, si durante todo el concierto se escuchaban claramente diálogos de charlas acaloradas burlándose y maldiciendo, tanto en persona como desde cínicas llamadas telefónicas? Ni qué decir de los destellos de Facebook y WhatsApp.
Infinidad de cosas, incluso más impresionantes que los espectáculos, podrían contar las butacas del FIC.