Veníamos recorriendo Chiapas desde hace una semana y nuestras últimas ruinas serían las de Yaxchilán. Llegamos a las 2 pm, algo tarde para las actividades que nos quedaban por delante. El pueblo fronterizo era una escena de tierra y calles sin pavimentar, casas sencillas y un embarcadero con canoas de colores y tablones desgastados para llevar a los visitantes a Yaxchilán sobre el río Usumacinta, que divide a los países de México y Guatemala.
Éramos prácticamente los únicos turistas. Por aquellos días, un pequeño grupo que se declaró zapatista bloqueó algunos tramos de las carreteras que conectan Palenque – Bonampak – Yaxchilán. Las operadoras turísticas y por supuesto los viajeros, habrían preferido no arriesgarse y esperar a que el alboroto pasará. Nosotros no, teníamos trazado un plan muy conveniente desde hace ya tiempo, ir a Yaxchilán también era nuestra ruta de entrada a Guatemala.
Nos acercamos a una pequeña caseta sobre la orilla del río, donde el agua calma mecía las lanchas. Nos dijeron que el único trabajador disponible haría el viaje a las ruinas y luego al pueblo de Bethel en Guatemala por 900 pesos, pero que por la hora y la situación, la canoa no se llenaría con más personas, entonces el viaje tocaba costearlo entre mi novio y yo. Concluimos que era la mejor opción pese al golpe en el presupuesto.
Subimos a la canoa, uno sentado a cada lado para distribuir el peso y navegamos las aguas lodosas del Río Usumacinta. Desde el inicio, no habíamos sentido confianza del hombre que nos guiaba, el semblante de su rostro era sombrío, la respuesta a algunas de nuestras preguntas parecían poco sinceras e incluso calculadas; definitivamente no me daba buena espina.
Estuve tomando fotografías para distraer al nerviosismo, algunos cocodrilos disfrutaban del sol sobre montículos de lodo a la orilla, aves sobrevolaban la lancha, cruzando entre las tierras fronterizas de ambos países, sonidos de animales de un lado y del otro, el lugar era bello y a su vez inquietante, pero la sensación de estar incómoda y en riesgo me acompañó durante todo el camino hasta la entrada de Yaxchilán.
Estas ruinas son otra clase de experiencia a lo que habíamos vivido antes en Palenque y Bonampak, no es que sean más imponentes, es que están en la orilla estrepitosa del gran río, rodeadas por la densa naturaleza, lo que provoca un recorrido más sereno y solitario. Nos adentramos en pasajes negros y húmedos, acariciamos la piedra milenaria y distinguimos sus códices de vida y muerte. Ese camino abrió hacia la luz del sol colándose por la espesura verde, mostrando la plaza principal y varias estelas con grabados únicos que sólo pueden apreciarse ahí; sorteamos otras pirámides y escalones bordeados de altos árboles para después apresurar el paso de regreso a la canoa cuando la hora dispuesta se iba desgastando.
De vuelta, la inquietud de estar a solas con aquel hombre de mirada esquiva reapareció. Temíamos no llegar a tiempo a Bethel y perder el último autobús, ese autobús nos llevaría a la isla de Flores para salir al día siguiente a otras pirámides: Tikal.
Mi novio y yo estuvimos taciturnos, contemplando a los cocodrilos que ahí seguían a nuestro regreso, escuchando los crujidos de la madera de la canoa y su deslizar sobre el agua turbulenta. Nos lanzábamos algunas miradas y casi podía leer en sus ojos la misma angustia que yo sentía. Estuvimos los tres navegando el río durante interminables 20 minutos cuando al doblar el brazo que formaba el caudal, cruzamos otra lancha con turistas y un poco de calma nos volvió al cuerpo. 10 minutos más y avecinamos un montoncillo de lanchas varadas en una orilla.
Le pregunté al canoero si esa era la entrada del pueblo, respondió que sí; insistí en saber si era la oficial, repitió que sí, a secas. Se acercó lo suficiente y un par de hombres que aún estaban sobre sus lanchas nos observaron con incredulidad. No dijeron nada.
Pagamos los 900 pesos y pisamos tierra guatemalteca. Subimos sobre una vereda y aparecieron casas, tiendas de comestibles y personas caminando el polvo de las calles. Buscábamos la parada del autobús, habíamos leído que el último pasaba a las 4:30 pm y faltaban 15 minutos. Compramos algo de comer y el tendero nos indicó el sitio exacto, esperamos hasta las 5:00 pm y cuando estuvimos a punto de soltar la última esperanza, vimos el polvaredón de un autobús viejo acercándose, lograríamos esa noche llegar a Isla Flores. 70 quetzales costó cada pasaje y la travesía duró casi tres horas, dos de las cuales fueron de pura terracería. Ajetreada de tanto salto podía ver a través de un par de hoyos en el pasillo como de tanto en tanto alguna piedrita del camino lograba colarse por ellos en el autobús. Definitivamente era viejo.
Arribamos alrededor de las 8pm a Flores que es una pequeña extensión de tierra, con casas pintorescas y calles de adoquín, rodeada por el Lago Peten Itzá; es el punto de encuentro y descanso para los que viajan a las ruinas de Tikal. Pese a la hora, logramos encontrar un hostal donde pasar la noche. Salimos a recorrer el pueblo y nos quedamos conversando con un par de señores a la entrada de su tienda. Bebíamos cerveza y nos contaban la historia del lugar, cuando les relatamos cómo es que habíamos llegado, sus ojos se abrieron y de su boca salieron palabras de reprimenda:
— ¿Cómo se les ocurre? ¿Qué estaban pensando?—dijeron.— La frontera del río Usumacinta es la más peligrosa, quienes cruzan por ahí son los que tratan de llegar a Estados Unidos y otros que trafican con ya saben qué y sabrá que más… Qué bueno que están bien… qué muchachos tan temerarios, o tan inconscientes.—
No esperábamos eso, nunca pensamos que sería peligroso, por lo menos no de esa manera. Durante un momento, los sentimientos que experimenté sobre la canoa se manifestaron. La cerveza ayudó a que pronto me relajara y seguimos la conversación con aquellos señores.
Siguieron 15 días más de aventuras, riesgos y paisajes que permanecen expresivos en mi memoria, esas imágenes son parte de otras historias dentro de Guatemala, pero eso lo contaré en alguna otra ocasión…
… Al salir del país, decidimos tomar un tour grupal y viajar con tranquilidad rumbo a San Cristóbal de las Casas. Fue en la oficina de migración en donde caímos en la realidad de nuestro estatus. Nos mandaron a llamar y mientras sostenían nuestros pasaportes un hombre preguntó:
—¿Cómo entraron a Guatemala? ¿Dónde está su sello?—
— Ahí está—. Me apresuré a responder, señalando una hoja del pasaporte.—
—Sonrío y continuó: —Claro, este es el sello de México, el que estamparon antes de cruzar el Río hacia Bethel. Yo pregunto en dónde está el que indica que entraron a Guatemala.—
—¡Qué imbéciles!—Pensé.— El canoero nos había dejado en aquella entrada de lanchillas, no era la principal del pueblo como dijo. No pensamos claro; el temor, la prisa y la torpeza nos hizo olvidar que debíamos ir a la oficina de migración antes de tomar el autobús.—
Mi novio contó un poco de esa versión y nuevamente fuimos reprendidos:
—¿Pero porque cruzar por esa frontera? ¿Qué no saben? —Espetó el hombre.—
—Créame. No es el único que ya nos ha advertido sobre esto, nunca fue nuestra intención entrar así al país, por eso hemos traído los pasaportes con nosotros. Mire, la tarde se iba poniendo y el miedo de quedarnos ahí no nos permitió pensar. —dijo mi novio.—
—Si algo les hubiera ocurrido, sus pasaportes no muestran que entraron al país, entonces pueden imaginarse lo complicado que eso volvería el asunto… Sólo porque ya van de regreso a México, y son de ahí, les condonaré la multa, sin embargo tengan cuidado.—Concluyó el funcionario.—
Nuestro grupo nos esperaba un poco curioso, pero nadie nos cuestionó. Pasamos a Chiapas y repasé los acontecimientos en mi cabeza hasta llegar a San Cristóbal. Tenía una sensación de paz al saber que todo estuvo bien, recordaba la gente que conocí, el volcán que escalé y esas mañanas despertando frente al lago Atitlán, me recosté sobre el regazo de mi novio y descansé un poco, aún nos quedarían dos meses más de viaje por el sur de México.
Imagen: De mi autoría, fotos del viaje / Mariana López