El bar en el que no viví por David Álvarez

En la Ciudad de México, vagando unos cuantos días en busca de casa por las inmediaciones de la UNAM, se me presentó la oportunidad de rentar un cuarto para mí, debajo de un bar, justo al lado del metro Universidad en la franja de comercios en la colonia Pedregal de Santo Domingo, alias Santocho. Acudí con mi pareja a beber un trago, quien únicamente me acompañó en este viaje, encontrando aquel lugar y ver, a la entrada, un anuncio de renta. Ingresamos, pedimos una ronda sentados en la barra y nos dimos la vuelta, para observar el lugar a detalle, uno cuya ornamenta era pobre, paredes blancas y sucias, un piso manchado y pegajoso en algunas partes, además de irónicamente caro (un tarro de litro, Tecate, en 90 pesos). Hablamos con la bartender, quien nos explicó que el lugar que se rentaba estaba en la parte de abajo, que la esperáramos en lo que hablaba con el dueño del bar para que nos enseñara el espacio. En ese lapso, platiqué con Donna acerca de lo emocionante que sería vivir debajo de un bar como ese. Vinieron a mí aquellos poemas de Charles Bukowski o ciertos cuentos de John Fante. En mi ingenuidad, creí poder realizar lo mismo; me imaginé llegar de la escuela, pasar por el bar, pedir un trago, ir a mi cuarto, escribir bajo el alumbramiento de una pequeña lámpara mientras al fondo sonaba la música, y luego dormir.

No era azar aquel pensamiento, siempre he resaltado en lo que hago y escribo mi afinidad al barrio, mi gusto particular por las cantinas, sonideros, la pandilla, tianguis, lo ñero, lo dicharachero o, como escribiera Monsiváis, “el fracaso de la estética”, el caos popular y sus expresiones. Vivir en un bar, en aquellas circunstancias, era una continuidad a lo mencionado, una oportunidad de sentirme un perdedor, pero con un sentido poético, como el personaje desastroso de alguna novela, similar a la vez que desee vivir en la calle como Víctor Hugo Viscarra luego de leerlo, perdiendo las fronteras de lo real y ficticio. El arte embellece incluso hasta la miseria, haciéndola atrayente.

Donna asentía con la cabeza mientras le relataba lo que pensaba, y a ella parecía no importarle el lugar y comenzó, conmigo, a imaginar el asunto. Sid y Nancy, Chinaski y Lydia Vance, ¿es mucho soñar? La conversación no salía del tema: luces de neón, borrachos, golpes, ruido, cucarachas, ratas, el metro, la ciudad, la vida rodeada de humo. Todo al alcance debajo de nosotros. Después de cavilar y bebernos el trago, llegó la bartender con el dueño del lugar, un tipo de baja estatura, con estilo de motociclista Chopper, que nos invitó a pasar por una puerta a la orilla del recinto, en la que accedimos y pudimos observar un terreno amplio con alrededor de cuatro casas al interior. Bajamos por unas escaleras pequeñas y posteriormente por otras de mayor longitud, haciendo un movimiento de caracol llegando a la parte baja del bar y el cuarto en el que viviría los próximos seis meses.

Llegamos; el casero se puso frente a nosotros y nos señaló el cuarto en el que viviría. Me asomé, ya que la luz estaba encendida y miré a un tipo acostado en la cama, descalzo, dormido y apestando a alcohol, quien roncaba de manera fastidiosa. “Y ese güey, ¿qué pedo?”, le comenté al dueño, quien se limitó a responder: “No te fijes. Lo corremos y ya”. Al acercarnos, para ver más a detalle, el cuarto no era más que un pedazo de espacio alargado en la que solo cabía la cama y un buró al pie de esta, un ancho de dos metros y un largo de cinco, sin ventana y con las paredes mugrientas. “¿Y el baño?”, cuestioné. El tipo me enseñó el baño, que se compartía con el resto de personas del terreno que habitaban las demás casas, saliendo, en el momento en el que me lo mostró, un cabrón tambaleante quien acababa de vomitar. Nos saludó y siguió su camino. Eché una mirada y el azulejo destrozado hacía bienvenida, a la vez que decenas de cadáveres de cucarachas yacían en el suelo, y un tambo de agua debajo de la regadera porque no había servicio desde hacía un mes, por lo que las personas tenían que bañarse a jicarazos. “¡Ah, por cierto, tampoco tenemos cocina ni refrigerador, cada uno se las arregla como puede!”, concluyó.

Donna me miraba como diciendo: “Neta, ¿piensas rentar aquí?”, y es que en verdad me había figurado una vida bohemia y quería aferrarme a ella. Por lo que se nos había enseñado, supuse que la renta sería barata, una razón viable para quedarme. Ahorrarme algunos pesos no era poco, así que interesado aún le pregunte sobre el costo de la renta: “Pues mira carnal, nosotros estamos pidiendo cuatro mil al mes con todo y servicios, más el depósito que es lo de una renta y un contrato por mínimo cinco meses”. “¡Ah, no mames!” se me salió decirle en un arrebato. “¿Qué, güey?, me cuestionó desafiante. “¿4 mil pesos, 8 mil de inicio, por esta madre? ¡Carnal, pero si es un pinche cuartucho sin baño ni ventana!”. “¡Uy, pues si quieres, es lo que cuesta, sino ponle!”. Tomé a Donna de la mano y le pedí que nos fuéramos, que era una pendejada lo que pedía por lo ofertado y salimos de prisa quedando mis sueños bukowskianos tras de mí.

Luego de caminar unos metros, ingresamos a Santocho y decidimos continuar la búsqueda, permitiéndonos, antes, un pequeño descanso sentados en la banqueta. Platicamos sobre lo acontecido y no pude ocultar la tristeza de ver lo que había imaginado desmoronarse rápidamente. Pese a todo, el costo fue el problema; ni las cucarachas boca arriba, ni el olor a vómito del baño, mucho menos el borracho descalzo roncando; por el mismo monto podría acceder a una renta compartida en Copilco, con cuartos amplios, limpios, con ventanas, muebles, refrigerador, un baño solo para los que rentáramos y una zona segura. Me aferré a quedarme en la colonia para al menos no irme con las manos vacías y encontramos el lugar adecuado, después de un recorrido prolongado e hice el trato.

Aún a la fecha me cuestiono la vida que pude haber llevado debajo del bar: contársela a mis conocidos o descendencia, escribir sobre ella, recordarla con nostalgia, pero no. Mi vida en la Ciudad de México fue distinta. Sergio Pitol se aventuró en afirmar que uno es los libros que leyó, las pinturas que se vieron, la música que se escuchó; también uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos y algunos triunfos. Yo pienso que somos fundamentalmente ausencia: también somos lo que no vivimos, lo que no aprendemos, las decisiones que no tomamos, los caminos que no recorremos. Digo, estoy hablando aquí sobre la historia del bar en el que no viví.

 

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David Álvarez (Querétaro, 1990). Estudió licenciatura en Sociología de la Universidad Autónoma de Querétaro. Actualmente es director de la revista Saltapatrás. Ha publicado "Vulgatría" (Herring Publishers México, 2017) y "Breviario de los jodidos" (Gold Rain, 2018). Escribe crónica y artículos para diferentes medios locales y nacionales. 

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