¿Hay algo más bello que el horror? Según lo explica Edgar Allan Poe en su Método de composición y lo clarifica en sus obras, no hay impresión estética más intensa, elevada ni pura que ello. Aun así, deben distinguirse grados y variantes de la impresión, donde quizá lo más poéticamente contundente son los tejidos con finos hilos mentales que en un segundo se convierten en nudos infranqueables. Bellos así, sutiles, deliciosos y finalmente implacables, son cada uno de los laberintos trazados por la pluma de Amparo Dávila.
“Bienvenidos a XEFCE y una hora de misterios y calamidades de la vida cotidiana”, enuncia un locutor con voz de antaño, mientras detrás toca un ensamble de cuerdas y percusiones y se prepara la mesa de los efectos sonoros. Dos hombres y dos mujeres vestidos de negro se instalan en la cabina llevando consigo maletas coloridas. Uno por uno citan líneas melancólicas de nocturnos personajes, escenas de profundo dolor y de desgarro a partir de una prosa elegante, tal como la de “Tiempo destrozado” o “Amapolas deshojadas”. De nuevo el locutor: “Dejemos que los demonios se manifiesten en lo cotidiano, donde la mente es su monstruo más siniestro”.
Inician las narraciones. Primero, un hombre recuerda el platillo favorito en la casa de su infancia, un terrible manjar lleno de diminutos ojos que chillan mientras hierven en la olla, ojos llenos de llanto que hasta ahora continúan persiguiéndolo en la humedad de las ventanas. “Esto fue ‘Alta cocina’. ¿Le apetece un platillo como ese?” concluye el locutor y da entrada a una historia de miedo, soledad y aislamiento: “El huésped”. Una mujer joven rememora, mientras practica su bordado, el día en que su marido impuso para su familia un ser aterrador; cómo sufrieron ella, su empleada y sus hijos; cómo las mujeres se llenaron de odio; cómo, a la primera oportunidad por la ausencia del esposo, lo dejaron morir.
“¿Le gusta lo inquietante? Prepárese para la siguiente historia”, comenta el guía radiofónico y en el centro del escenario se ilumina el cuadro colgante de una guapa mujer con el cuerpo fragmentado. “La señorita Julia” vivía en una casa ruinosa y deshabitada a donde un día llegó una huidiza plaga, casi fantasma, que taladraba sus oídos, su energía, su belleza y su cordura en cada velada. Ratas parecían, pero, entre carcajadas desesperadas, se explicita el objeto temible, en realidad inanimado. Ante eso, los espectadores-radioescuchas no pueden contener en sus gargantas interjecciones de pena y lamentación.
“Uno siempre vuelve al sitio de sus recuerdos… Cuando se es viejo, uno ya sólo vive de recuerdos que quisiera atrapar, reconstruir… Olvidar sería terrible… Regreso casi muerta cada vez que me voy…”, son las reflexiones que cuenta “Griselda” a una mujer de menor edad, mientras habla de su marido y el relicario que cuelga de sí. La última imagen de su esposo está en esa fotografía y también la de sus ojos, sus propios ojos que arrojó al estanque para multiplicarlos en infinitas luces verdes, azules y grises, sus propios ojos que arrancó de sus cuencas y en la muerte sólo puede contemplarlos él. Toca el ensamble y las voces construyen un eco de pupilas acuosas repitiendo las palabras del final gris.
Bajan los actores llevando sus valijas. En el centro del escenario aparece una preciosísima mujer, descalza, con el pelo oscuro, suelto y ondulado, sentada sobre una maleta, con una pluma negra en la mano derecha y en la izquierda un libro donde resalta su nombre: Amparo. Joven es su rostro, aunque su vida suma ya noventa años, y lee La semblanza de mi muerte como testimonio de casi un siglo de relatos siniestros y vaticinio de lo que todavía está por venir:
Que no muera un día nublado ni frío de invierno, y me vaya tiritando de frío y de miedo ante lo desconocido, ese mundo de sombras […] que camina siempre a mi lado o me aguarda al doblar la esquina. Y ese misterio insondable que no logramos develar y que angustia y perturba la existencia.
¿Hay algo más bello que el horror? Según lo crea, lo siente y lo hace sentir, para Amparo Dávila la vida solamente puede ser así. Sin duda, ella es una de las más excelsas escritoras mexicanas y universales; por eso, más que merecido tiene el bonito homenaje que le rinden el Fondo de Cultura Económica y el Festival Internacional Cervantino con esta función. Lástima que la falta de cultura lectora haga necesarias estrategias costosas e, irónicamente, de corto alcance, para difundir la obra literaria ya atractiva en sí misma (lo imperante siempre fueron las palabras), que sólo requiere unos ojos y un soporte físico para desatar infinitos universos de imaginación.
Hace algunos meses, Amparo Dávila declaró para el Instituto Nacional de Bellas Artes: “me da mucho gusto que los jóvenes escriban literatura de terror o de lo que sea, pero que escriban buena literatura, que no sea con base en pura inteligencia; no creo en la inteligencia pura, yo creo en la sensibilidad, indudablemente” y, frente a sus impresionantes cuentos, nadie puede poner eso en objeción.
Amparo Dávila | FCE
Relatos siniestros
22 y 23 de octubre de 2018
Auditorio de Minas
Fotografía: Rodolfo Isaac García (Cortesía FIC)