¿Quién no jugó alguna vez cuando era niño con una caja? En esos primeros años de vida, cualquier objeto, incluso la nada, es suficiente para crear universos y explorar.
“Tarandadiro, lilurirulí, eo…” es el vocabulario de tres alegres y traviesos personajes, cuya tarea es organizar un almacén. Todos visten overoles verdes y por eso se distinguen de las 80 cajas amarillas que los rodean. Ya entran, ya salen, tropiezan, se ayudan, hacen gala de su fuerza o descubren ante un pesado cubo su debilidad. Amigos siempre, aunque se disputen constantemente las piezas por las sorpresas que en ellas hay.
El primero de los personajes es un hombre fornido, pero profundamente dulce; el segundo, un joven sonriente, servicial e ingenuo; el tercero, una pícara muchachita astuta y jovial. Entre interjecciones inician su labor apilando las cajas y cambiándolas de lugar, hasta que repentinamente una se eleva rompiendo la rutina habitual. Dentro hay una esfera flotante y, luego de numerosos intentos fallidos por acoplarla a la gravedad, la chica se acomoda los tirantes de la caja probando diversas altitudes cual globo aerostático por todo el lugar.
El hombre delgado cae dentro de una nueva caja que lo convierte en una simpática marioneta manipulada por su compañero. Después de ensayar el manejo de los invisibles hilos, encuentran en otra cajita un atuendo hindú ceremonial. Los varones practican posiciones de meditación, mientras tocan una flauta que despierta a una serpiente árabe; el reptil los asusta con sus colmillos y su cascabel, pero en realidad es la chica, después de su aventura aérea, vengándose por la ayudar que le negaron para volverse a elevar. Como revancha, ellos fingen ser comerciantes y le quitan todo su dinero embaucándola con mascadas, vestidos y hasta un camello egipcio. Antes de montar el cameli-o cuya joroba es una cabeza humana, el cuerpo de tela de una odalisca baila una hipnótica danza que la muchacha, por más que lo intenta, no logra imitar. Enseguida el títere alarga sus extremidades para convertirse en un diestro bailarín de rock ‘n roll con cabeza de cartón. Finalmente, la tela se convierte en un seductor argentino y, ante su habilidad y pasión en el tango, la mujer cae rendida.
Nuevas cajas plegadas se convierten en máscaras, que al instante transforman a los hombres en simios y luego en aborígenes caníbales de alguna tribu africana, los cuales llevan a la mujer colgada en una vara hacia el asador. En cuestión de segundos, el fuego es sustituido por las olas del mar y las cajas funcionan como balsas para un par de náufragos que no saben nadar. Entre el agua emerge un bloque de hielo y después los tres amigos se juegan trampas para determinar quién se quedará sin abrigo ante el frío polar.
La labor en la bodega debe continuar, pero las cajas albergan otro viaje. Como último destino en su Vuelta al mundo en 80 cajas, la compañía vasca Markeliñe ha llegado a China. De una caja convertida en biombo y al mismo tiempo escenografía de las campiñas asiáticas, los tres aventureros aparecen portando elementos de las ropas tradicionales. Es tiempo de celebración y el cortejo fallido de dos hombres hacia una coqueta doncella transcurre entre fuegos artificiales provenientes, por última vez, de un recipiente cuadrado de cartón.
Quién diría, antes de iniciar la función, que ese montón de cajas sobre el escenario, serían en realidad magos y portales. El balbuceo de los actores fue un código común para niños y adultos de principio a fin, pues los graciosos sonidos, aunque apenas llegaron a sumar siete, tuvieron en cada momento una clara y particular significación. Esa virtud, corroborada por una cascada interminable de risitas genuinas durante toda una hora, es producto de 25 años de trabajo, los cuales tuvieron su origen en una fascinante y noble afición por el teatro infantil.
Markeliñe
La vuelta al mundo en 80 cajas
26 y 27 de octubre de 2018
Auditorio de Minas
Fotografía: Leopoldo Smith Murillo (Cortesía FIC)