Fotografía: cortesía Prensa FIC
Parte imprescindible en el ritual clásico de asistir al teatro, ya sea para ver un concierto, una obra o un ballet, es recibir un programa de mano. En dicho programa se proporcionan algunos antecedentes sobre los artistas, el espectáculo e incluso interpretaciones y críticas hechas sobre él. Toda esa información es un arma de dos filos pues, por una parte, puede ayudar al espectador a entender y disfrutar plenamente la función, pero, por otra, crea expectativas que animan al espectador al verlas realizadas, mas si no ocurre así, pueden también confundirlo más de lo que la obra por sí misma habría hecho, con lo cual su decepción se muestra rotunda.
La mayoría de las personas, pues acaban de recibirlo y lo tienen en sus manos, para hacer tiempo o por curiosidad, suelen dar una hojeada al programa buscando palabras clave; unos cuantos lo leen con detalle y muchos otros, al ver que hay demasiadas letras, pronto pierden el interés y se olvidan de él.
Para los que han hecho del programa de mano su fiel aliado, olvidarse por una vez de leerlo puede detonar una experiencia en la que el arte está dotado de un increíble poder para asombrar. De eso puede dar testimonio quien redacta estas líneas y se emocionó como hace mucho no lo hacía al presenciar esta vez las “Cuatro últimas canciones” de Richard Strauss interpretadas por el Ballet Nacional de Holanda.
Bastante tendrá que ver para el impacto que un espectáculo ejerza sobre un espectador la técnica de los artistas, el montaje y la producción; sin embargo, el arte acaricia o golpea, según sea el caso, los sentidos y el intelecto para expresar algo. ¿Cuál es el mensaje oculto que intenta explicitarse con todo lo que hay y ocurre en el escenario? En esta ocasión, ¿qué pasa con las cuatro parejas distinguidas por un color quienes bailan llenas de melancolía y de amor?; ¿quién es el hombre vestido de guinda que en cada dueto envuelve a la mujer haciéndola repetir inconscientemente sus movimientos mientras la separa de su desolado amante?; ¿por qué se unen de nuevo todas las parejas en torno a aquel raptor que parece ser noble y sabio mas no malvado?; ¿por qué ahora son esperanzados sus semblantes? ¿Será que ese hombre es la muerte y que el amor de los jóvenes ha sobrevivido a su fatal toque? El espectador no ha fallado en su interpretación al dejarse guiar por sus sentidos y experiencias: “en cada episodio una pareja fija el tono, mientras que un bailarín solista –volando alrededor como un ángel de la muerte- conecta las diferentes partes” corroborará después el programa de mano.
Con todo lo anterior para nada debe pensarse que tener un poco de información es innecesario. Aunque el artista fija con el espectador un canal de comunicación emotivo e intenta enseñarle su código paso por paso, el mensaje puede ser complicado y el asombro con algunos datos adicionales no se pierde cuando se trata de algo a lo que no se está acostumbrado. Por ejemplo, una muestra de ballet al cual quizá podría denominársele “contemporáneo” en donde una pareja de bailarines con trajes de malla traslúcida y destellante bailan al compás de la percusión de metales y con ella sus pasos son más firmes que si tuvieran zapatillas de punta, sus movimientos más libres dibujando con fuerza líneas en el suelo que al hacerlo con sus brazos en el aire, y en “Dos variaciones de oro” desplegándose en otras seis parejas como espejos que sueltan sus caderas siguiendo el estruendo de la música, se reconocen fieramente en el preámbulo de un acto sexual dos amantes.
Para la tercera parte de cinco, si es que el espectador lo desconocía, el programa indirectamente enseña que hay dos tipos de bailarines de ballet, los virtuosos y los líricos. “¿Los líricos no tienen virtud en la danza?” podría cuestionarse, pero, recordando que el término “lírico” con origen en el arte grecolatino hace referencia a lo emotivo e inspirado, al observar los rostros y la ejecución de los bailarines en las “Variaciones para dos parejas” parece que se trata de una diferencia de personalidad por la cual los primeros poseen un mayor ímpetu y vigorosidad en la técnica, mientras que los segundos tienen una mayor expresividad corporal y, como diría el coreógrafo, “bailan hacia adentro”.
Hasta aquí asombrarse sólo parece ser posible ante lo desconocido o inesperado, pero ¿qué hay de la sorpresa ante lo ya sabido, como cuando un afecto al ballet va al teatro esperando presenciar una obra clásica con vestuarios de época, música de una región y estilo cultos y tramas que de tan famosas son ya universales? Para ese espectador avezado, si es que no le da por coartar su experiencia cayendo en lo pedante, el asombro también existirá aunque probablemente radique en otro aspecto, como en el virtuosismo requerido en los bailarines de los Países Bajos para interpretar la “Tarantella pas de deux” con el sabor italiano o un Don Quijote muy español al que le es suficiente un sencillo vestuario y donde el lugar protagónico del caballero ausente es ocupado por cuarenta y ocho pequeñas castañuelas y cuatro solistas.