En la página inicial de El libro de los seres imaginarios, Jorge Luis Borges hace una observación que debería interesarnos, pues explica la existencia de todos los bestiarios que en el mundo han sido y los que vendrán: “Ignoramos el sentido del dragón, como ignoramos el sentido del universo, pero algo hay en su imagen que concuerda con la imaginación de los hombres, y así el dragón surge en distintas latitudes y edades”.
Aunque otros pueden extraer otras conclusiones de la observación borgesiana, me interesa quedarme con dos de los sentidos que subyacen en ella. Uno es que el sacerdote y el operario, el científico, el artista y cualquier individuo, compartimos sin mayor distinción la ignorancia sobre el significado del universo (y de nosotros en él). El otro es que de ese abismo de lobreguez que nos hermana terminan por surgir los mismos signos, similares misterios y, a fin de cuentas, las mismas bestias imaginarias, a pesar de la distancia geográfica y de siglos de quienes se han atrevido a plasmarlas en un lienzo o en las paredes de una gruta, han escrito sobre ellas o las han soñado sin poder olvidarlas.
En “Bestiario”, la variada muestra de veinte piezas de elaboración reciente reunidas con ese nombre, Alberto Martínez parece suscribir las formulaciones insinuadas por el escritor argentino. Lo parece y lo muestra —desde un primer momento— al hacer evidente al espectador que no se ha propuesto en su obra resolver el misterio que esconden los seres maravillosos que presenta, como tampoco confeccionar nuevos engendros a partir de aleaciones insólitas de piernas, torsos y rostros humanos con patas, alas, hocicos y pezuñas animales.
Lejos de esa intención, Martínez Gutiérrez se ha propuesto una tarea más exigente: ser fiel a la tradición y al mismo tiempo ser fiel al vocabulario y a la sintaxis artística que ha venido construyendo a través de los años, sin por ello repetirlos sino más bien refrescándolos y enriqueciéndolos con significados imprevistos.
Como se sabe, podrían llenarse bibliotecas completas con los libros y las imágenes que durante siglos se han dedicado a describir los más diversos ejemplares de la zoología fantástica. Al revisar los acervos más ilustres, el recuerdo nos remite al nutrido catálogo de la Biblia y los bestiarios medievales, a los treinta y siete libros de la Historia Naturalis de Plinio y a los diecisiete del Naturam animalium de Claudio Eliano, sin olvidar la riqueza de las mitologías mesoamericanas, que dejaron por igual a conquistadores y misioneros entre la maravilla y el pavor.
Por muy abundante que sea el bestiario que consta en esas páginas, al leerlo y al verlo pronto nos damos cuenta que en gran medida se integra con variaciones sobre un corto número de rasgos significativos, como el idioma se forma con la combinación de veintitrés letras.
La persistencia de ese mecanismo explica las coincidencias entre culturas y países distantes y, así, por ejemplo, la esfinge griega se representa casi siempre con cabeza y pechos de mujer, y cuerpo y pies de león, sin que ello impida que otras fuentes le atribuyan cuerpo de perro y cola de serpiente, ni que la esfinge egipcia sea masculina (“androesfinge”, la llamó Herodoto): lo esencial es que se trata de una figura echada, imponente e inmóvil, que mira al frente en actitud de vigilancia e interrogación.
Atento a ese procedimiento clásico tanto en Oriente como en Occidente, Alberto Martínez acota con cautela el número y variedad de elementos simbólicos puestos en juego para configurar a los seres maravillosos de su bestiario: unos cuantos tipos de alas —de cisne, de águila, de mariposa, de ángel, quizá de libélula—; apenas tres tipos de extremidades inferiores —de sirena, de pulpo y de serpiente—; el caso aislado de un pico sobrepuesto a una nariz, y en sólo un caso un cuerpo diferente (el de una tarántula) al que en los hechos protagoniza las veinte piezas y la exposición completa: el cuerpo femenino.
Como puede notarlo cualquier persona que haya seguido la trayectoria de Martínez, la dosificación de elementos zoológicos en este “Bestiario” se ajusta con exactitud y con flexibilidad al inventario animal presente en su obra de las etapas anteriores, en la que circulan con naturalidad los peces, los pájaros, las salamandras y las tortugas.
Lo llamativo aquí, el paso adelante que Alberto Martínez decide dar en esta ocasión, es que sus cuerpos femeninos tan amados ya no sólo se ven a veces acompañados por ciertos animales significativos, sino que ahora sus organismos se funden, pero no sus naturalezas ni tampoco sus almas, como es costumbre en la tradición predominante, en la que la animalización se utiliza como recurso burlesco, ofensivo y al fin degradante (el lenguaje está saturado de ejemplos que van de la perra a la zorra, del cerdo al burro).
En el bestiario de Alberto Martínez ocurre lo contrario. Los elementos animales —alas y colas— incorporados a los cuerpos de mujer que los reciben tienen un efecto común: la mixtura acentúa los rasgos femeninos más sobresalientes.
Así, los senos se sitúan en el marco inesperado de un par de alas desplegadas, el triángulo del sexo se insinúa como insecto benévolo, a la espalda le surge un esplendor de manto virgíneo, las nalgas y caderas son el timón que gobierna la pesada cola de sirena y los brazos carnosos del pulpo. Incluso la tarántula que aparece sobre el cuerpo de una joven mujer en “Por desobedecer a sus padres” tiene la virtud de propiciar en ella una postura sexual muy alabada y de evocar una presencia velluda ajena a cualquier idea de repulsión.
Llegados a este punto, quizá alguien se preguntará por qué al tratar de un bestiario hablamos del sexo de los personajes que lo componen. La intrusión parece inoportuna, pero no lo es, pues la potencia erótica es elemento determinante en la tradición de los bestiarios a la que Alberto Martínez al mismo tiempo rinde homenaje y busca dejar atrás.
Hagamos una pregunta para entender lo que quiero decir. El Dragón y el Pegaso, el Catoblepas y el Centauro, ¿tienen sexo? Si bien la mayoría de los relatos y las representaciones se empeñan en callar o en cubrir los genitales que harían innecesaria la pregunta, la respuesta es afirmativa. Sí, y como la mayoría de los seres fantásticos dotados de poderes sobrenaturales y capacidad de dominio, pertenecen al género masculino.
En contraparte, los seres fantásticos o mitológicos que claramente tienen identidad femenina casi siempre son descritos o representados como entidades destructivas, ponzoñosas al contacto o a la vista, dadas a la mentira y a la devoración sexual, antes o después de consumar el acto: la Arpía, la Hidra de Lerna, el Hada Morgana y Escila son ejemplos que bastan.
La explicación de ese contraste se encuentra en la antiquísima matriz cultural masculina que, al construir sus imágenes fantásticas con presencia animal, si las atribuye al hombre resalta los rasgos de fuerza, constancia y laboriosidad, y si las atribuye a la mujer se empeña en asociarlas con rasgos que se inventa como negativos: la astucia, la ligereza, el capricho y, sobre todo, el desbordado deseo sexual.
El caso es que Martínez toma distancia de esos prejuicios creados por el miedo y presenta los atributos zoológicos con la misma fantasía y esplendor con que presenta los atributos femeninos. De esa manera, el pico de buitre sobre el rostro de una mujer luce como una joya (“Maravilla 4”) y la larga cola de pez como un vestido nupcial (“Maravilla 2”); la piel de serpiente y la cola de sirena se dibujan como telas de recamado árabe sobre el trasero y piernas de unas damas (“Cambiando de piel” y “Maravilla 5”); y las alas de una mariposa son una capa ornada que le cubre a otra la espalda (“Maravilla 3”).
De las pinturas al acrílico a las digitales, de las litografías al grabado sobre estireno, el elemento clave de este “Bestiario” lo constituyen las alas, cuyo significado en Martínez es siempre celebratorio: emblema de elevación y libertad en la serie de “Ángeles”; de protección y recogimiento en “Introspección”; de empuje y fuerza en “Agitando las alas” y “Mujer de caza” (única cazadora que no da miedo sino ganas de conocerla), y de frescura adolescente en “Cara de angelito”.
Las colas serpentinas no se quedan atrás y arrojan en una pieza un significado que puede extenderse a todo la serie: se trata de una “Danza de la seducción” que los seres fantásticos de Alberto Martínez desarrollan, sin eludir el juego, en el espacio de la muestra.
Se dijo arriba que todo monstruo o fantasía surge del fondo común de la memoria humana. Así, las creaturas inquietantes del Bosco, los humanoides desfigurados de James Ensor no habitan un planeta distinto al nuestro. Lo mismo debe decirse de las maravillas, ángeles y serpientes femeninas que desfilan en el “Bestiario” de Alberto Martínez: carne de nuestra carne son, madera de la que están compuestos nuestros sueños.