Anatomía del silencio IV Por Francisco Fernau

 

A veces veo tus ojos alejarse, pensativos,

y se vuelven como tormentas distantes

y me asusto, porque no sé si estás todavía conmigo,

y eres, en proximidad, inalcanzable.

   Hago entonces del verano de tu piel un refugio

que me abriga del invierno de tus ojos,

y mis labios imaginan en silencio un subterfugio

para consolar los tuyos, tristes, rojos.

   Y te hablo con paciencia, a ti y a tu alma sensible,

porque entiendo las angustias que te acechan:

la nada abrumadora y el “algo más” incomprensible,

como todas las preguntas sin respuesta.

   Y te escucho musitar tus soliloquios inconscientes,

aferrándome a tu mano con la mía,

porque temo que te desvanezcas, que ya no despiertes

de tu trance de intangible lejanía.

   Y te hablo con ternura cuando esperas demasiado

para confesarme lo que yo ya intuyo:

que tus días han sido nubes grises y tus noches, lluvia,

y mis palabras son tu alivio, son tu arrullo.

   Y si siento que te pierdo en los confines infinitos

que mi piel no encuentra y que mi voz no toca,

sólo esperaré a que vuelvas y, al son de tus latidos,

contaré los besos que he guardado en tu boca.

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