A veces veo tus ojos alejarse, pensativos,
y se vuelven como tormentas distantes
y me asusto, porque no sé si estás todavía conmigo,
y eres, en proximidad, inalcanzable.
Hago entonces del verano de tu piel un refugio
que me abriga del invierno de tus ojos,
y mis labios imaginan en silencio un subterfugio
para consolar los tuyos, tristes, rojos.
Y te hablo con paciencia, a ti y a tu alma sensible,
porque entiendo las angustias que te acechan:
la nada abrumadora y el “algo más” incomprensible,
como todas las preguntas sin respuesta.
Y te escucho musitar tus soliloquios inconscientes,
aferrándome a tu mano con la mía,
porque temo que te desvanezcas, que ya no despiertes
de tu trance de intangible lejanía.
Y te hablo con ternura cuando esperas demasiado
para confesarme lo que yo ya intuyo:
que tus días han sido nubes grises y tus noches, lluvia,
y mis palabras son tu alivio, son tu arrullo.
Y si siento que te pierdo en los confines infinitos
que mi piel no encuentra y que mi voz no toca,
sólo esperaré a que vuelvas y, al son de tus latidos,
contaré los besos que he guardado en tu boca.