¡Bruja mala! ¡Mala mujer! Por Joan Carel

Photo @ Lou Peralta

De catacumba a sala de tortura, de hoguera a guarida de brujas, de cárcel fría y oscura a campaña musical pro-mujer. Para hablar sobre Alquimia y transmutación de Arturo Morell, es necesario detenerse, reconstruir los fragmentos y distinguir las escenas donde la intensidad del efecto audiovisual llegaba al tope, entre los momentos redundantes y por poco panfletarios.

Fuego, cadenas y lamentos en una sala enceguecedora por el humo, dan la bienvenida a los visitantes advertidos por una especie de monje “purificador”. Una a una, las víctimas se incorporan y descubren su identidad como irónicas y rabiosas hechiceras. Alrededor de su mesa gritan, cantan, cantan y gritan su rencor como ritual en la noche de San Juan. “Si existiera ese dios que tantas madres tiene, al menos una no nos dejaría solas. Más de 500 mil mujeres muertas por ser bonitas, por ser inteligentes. Nuestro pecado es nacer mujer, ‘propiciadora de aberraciones sexuales’. ¡Hereje! ¡Bruja mala! ¡Mala mujer!”.

Caminan ellas entre los extraños para contar su mal. “Antes fui joven y bella, ahora soy un remedo de mujer”. “Antes fui buena y bonita, ahora soy inservible”. “Sólo he sido propiedad del hombre, un objeto de placer”. El humo se ha disipado y es claro el pacto ficcional, pero frente a frente son unos cuantos quienes les sostienen la mirada a estos personajes dolientes. Cantan a todo pulmón y desde las entrañas: “Duelen tanto los olvidos de la infancia que dejaron muchas llagas en mi ser, en mi cuerpo que nadie quiso proteger. Me dejaron cicatrices en el alma; no me importa ya tenerlas en mi piel”.

Chicharra, desconcierto y acomodo policial. Las brujas musicales son Lucía, Eréndira, Aurora, Irma y Ester, presas y custodiadas por Selene, con otro traje pero reclusa por igual. Las “visitas” a las gradas, las mujeres al pase de lista: una sarcástica, otra prepotente, la tercera sumisa, una más serena y la última pícara y franca. Entre el ensayo de su escandalizante ópera prima, trabajos y talleres de readaptación, manifiestan los conflictos del encierro mientras narran sus historias que al final resultan una, como ellas creen: “Soy Aldonza, a la que siempre ultrajan, Dulcinea que se quiere liberar”.

Pasa la cotidianidad carcelaria, sobornos, amenazas, riñas, quejas, confesiones, a veces bromas, y el ensayo catártico que aligera la angustia e insatisfacción en cada oportunidad. “Miren en la nada de esta mujer y déjenme luchar en mi infierno contra la puta que habita en mi interior”, se divierte repitiendo gravemente una de ellas y en los arcos del Mesón de San Antonio, encuentran un rincón para llorar sus penas y desahogar su rabia.

“Me he puesto esta coraza para que nadie pase, para que no se den cuenta de que soy la más débil de todas. Estoy cansada de este papel que me inventé, la fuerte, para los 493 años que me restan aquí”. “Desde niña abusada y pisoteada. La libertad no existe para el ser humano, sino un vacío para llenarse de mierda”. “Tengo tanto miedo”, “yo sí lo merezco”, “al menos…” sollozan y desean ser Aldonza, en la vida y en la obra, para que “alguien nos mire sin rencor, sin juicio, así nomás… que nos quite la coraza para poder sentir… Sólo soy una mujer, cualquier mujer, Dulcinea que alguien ve en mi interior”.

Las visitas contemplan su ir y venir; alrededor de la primera hora ríen constantemente con sus chistes crudos e irreverentes; ante las estruendosas llamas purificadoras, a algunos se les escapa un suspiro o una lágrima. El desenlace habría sido absolutamente conmovedor si no hubiera demorado tanto en llegar, quizá con Lucía canturreando en el balcón o con las seis mujeres-brujas envueltas en una tela llenando sus rostros de tinta negra; sin embargo, se prolongó hasta hallar la excusa para ponerse vestidos de colores, perdonarse, abrazarse y repetir en un canto infinito (como en programas televisivos sensacionalistas sobre las penas dramáticas de la mujer) “ejerzo mi libertad, mi derecho a ser feliz, nadie rompió mis alas, fui yo quien las reconstruí”.

Debe destacarse la bondad desde hace 15 años del proyecto de intervención cultural del cual nace esta obra, Un grito de libertad, donde actrices consagradas, como Laura Luz y Elizabeth Guindi, trabajan a la par con mujeres talentosas que han experimentado las celdas, ya sea como presas, policías o abogadas. En los días siguientes del FIC, se realizarán varias funciones en el Ce.Re.So. femenil de Guanajuato y ahí más de una treintena de mujeres privadas de su libertad formarán parte del elenco. Quizá entonces la repetición discursiva y el alargamiento final adquieran un sentido especial.

La cárcel es insufrible pues obliga a confrontarse consigo mismo, ha descubierto la mujer de la coraza, y la anagnórisis llega en una escena donde las seis se dan cuenta de que en la mayor parte del tiempo, como en la Inquisición, la mujer tiende a ser su más terrible enemigo y rival.

Arturo Morell 
Alquimia y transmutación: influencia de Aldonza en mujeres presas dentro y fuera de una cárcel
13,14,15 y 16 de octubre de 2018
Catacumbas del Mesón de San Antonio | Ce.Re.So. Guanajuato

Fotografía: Cortesía FIC

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