De lo volátil y la despedida Por Marleen Velázquez

Un gran monstruo de tela comienza a ascender desde el centro del escenario. Dos personajes lo han despertado. Un ligero aliento inicial es suficiente para que el monstruo respire y se imponga, para que se mezcle en un suave vaivén de rojo y amarillo y luego se oculte.

Todo esto es el preámbulo de una latente despedida. Los dos personajes llevan consigo unas maletas de las que brotan pequeños objetos que nos remiten siempre a lo etéreo. Uno codicia lo que el otro posee y así da inicio un juego de deseo inocente en el que cada personaje busca quedarse con el objeto del otro: una pequeña pluma roja, un pequeño globo amarillo. Todo es efímero, todo vuela y se va de las manos, los personajes juegan a no dejar ir y, aun así, no pueden hacer absolutamente nada para evitarlo.

Respiran con la música. Cada movimiento se encuentra con la melodía, cada toque de una cosa con otra destila armonía. Una Gymnopédie, por ejemplo, da el impulso para que los dedos rocen los delgados cordones de cuatro globos amarillos que se aferran a la tierra, mientras otros luchan por escapar. Y así, entre querer elevarse o permanecer, surge una danza de tensiones. El público se involucra; quiere ayudar a los personajes a no dejar ir, pero termina provocando más alejamiento. Entre risas y decepción, el espectáculo continúa.

El monstruo de tela que despertó al inicio se ha acercado a nosotros, los que estamos en las butacas. Nos seduce, nos sorprende. Uno tiene el impulso de tocarlo, pero está presente el temor de arruinar su vuelo; es mejor simplemente observar. Los personajes lo sostienen, el aire alimenta al monstruo o éste es el aire mismo y todos, al respirar, somos parte de él. Movimientos suaves, cadencia constante… ¿qué es aquello que hace volátil todo lo existente? No lo sabemos. Todo se escapa antes de siquiera poder responder.

En medio de esa incertidumbre, los personajes hacen poesía con su ritual de despedida. Se sumergen en globos gigantes y transforman sus cuerpos en criaturas indescifrables; se persiguen, se enojan, se esconden los zapatos… ¿Cómo concebir su vida uno sin el otro? Se reconcilian entre sombrillas que se agitan en lo azaroso de una tormenta. Juegan, juegan, juegan. Juegan con el aire, juegan en el aire, juegan a ser aire.

Y de repente, el aire que eleva la última gran tela transparente parece transformarse en agua. El espacio se torna marino, el extraño monstruo ahora se revela como algún ser mítico de las profundidades; los personajes se maravillan con él y sin buscarlo, se fusionan con él. Llega entonces el tiempo de la despedida, no hay vuelta atrás. Todo acaba, nada se detiene. Toman sus maletas y, después de todo, no queda más que estrecharse las manos. Una última danza de aire los hace volver para decirse adiós, pero esta vez, sin arrastrar la pesadumbre de aquello que no volverá, sino asumiendo lo que viene y, quizá, alegrándose por lo irrepetible.

Seth Bloom y Christina Gelsone conforman Acrobuffos y son los creadores de la puesta en escena Air play. Clown, acrobacia, teatro, danza… estos artistas estadounidenses han viajado por todo el mundo y se han formado dentro y fuera de la academia. Para este montaje contaron con la colaboración de Daniel Wurtzel, quien realizó las esculturas de aire.

Acrobuffos
Air play
26 y 27 de octubre de 2018
Auditorio del Estado

Fotografía: Bernardo Cid (Cortesía FIC)

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