Teatro bola de carne
San Nonaka
Plaza de San Roque
20 de octubre
La plaza donde cobró vida el Festival Internacional Cervantino (FIC) ahora es un sitio para refugiados.
Numerosos e intensos cambios ha habido a lo largo de 45 años. Cuentan quienes vieron florecer el festival durante su niñez, que la fiesta del arte y la cultura realmente merecía tener ese nombre pues era para todos. Sobre gradas de madera en San Roque, la gente de Guanajuato veía cada noche alguna función que hacía viajar su mente a otros horizontes. Los años transcurrieron y se sumaron recintos, entre ellos la explanada de la Alhóndiga, lugar capaz de acoger a una audiencia inmensa. Después de varias décadas, la esencia inclusiva del Cervantino comenzó a decaer: se cerraron los escenarios de tradicional acceso libre, se cobraron las entradas y, para no perder el toque original, unos cuantos eventos se dejaron abiertos al público, sobre todo cuando la ciudad cervantina soltó la organización de la fiesta amorosamente cuidada para ponerla totalmente en manos de la gran ciudad capital.
Las jóvenes madres de 1972, ahora ancianas, todavía consideran el FIC como en sus albores gloriosos y vuelven a la Alhóndiga –si logran escapar de la recelosa guardia de sus hijos–, aunque los eventos parezcan migajas comparados con los de hace cuatro décadas. ¡Quién fuera joven en los tiempos de Enrique Ruelas! Ruelas, olvidado hombre de bronce desde 1999, desde la querida plaza donde probó un proyecto generoso con ayuda de los Entremeses de Cervantes, observa cómo el apabullante éxito del festival poco a poco le ha robado su esencia.
El 20 de octubre de 2017, la Plaza de San Roque acoge –también con un pase pagado– a una audiencia que apenas llena un poco más de la mitad de sus gradas. La paz reina en la cuna del Cervantino a pesar de la vorágine que la rodea. Una obra sencilla, pero para nada carente de ingenio, es la responsable de ello a cargo de un colectivo (Bola de carne) de actores independientes, quienes, aunque poco conocidos, cuentan con una sólida formación teatral. Cuatro actores dan vida cada uno a dos personajes; el escenario es la plaza, el templo y las casas de San Roque; el protagonista, el fotógrafo chino-japonés Kingo Nonaka, quien, un siglo después del movimiento armado, espera presenciar la consumación de los ideales de la Revolución para morir en paz. Los comentarios de dos policías, un niño travieso, un sacerdote, una anciana y una mujer madura resignada a la paupérrima realidad, están libres de máscaras y provocan risas genuinas, risas realmente inteligentes mediante el don de mostrar con palabras exactas y claras la mortandad que araña –ya sea padecida, contemplada o ejercida– el entorno y las ideas en todo ámbito social mexicano. Palabras prohibidas son “muertos” y “cadáveres”, pero también las más dichas en los intentos de persuasión de los coloridos personajes para que “San Nonaka” claudique en su resistencia de esperanza.
En la plaza revive el Cervantino de antaño, pues hay teatro para la gente, teatro que la incluye en improvisaciones espontáneas para nada forzadas, teatro que hace reír y, a partir de ello, pensar. Los 50 minutos de función pasan de prisa sin perder el ritmo; las voces de los actores guían la velada y superan sin dificultad los estruendosos motores de coches-monstruo infestadores de música banda. La atención jamás se fuga con el barullo de los bares aledaños ni con el griterío de las callejoneadas. Nada perturba a estos hábiles artistas, mas ¡qué aberración! sería todo ese caos para los quisquillosos y narcisistas directores que la misma noche se presentan en los encumbrados teatros Cervantes y Juárez.
En la Alhóndiga, tres tipos chavorruquean junto con muchos seudoseguidores al ritmo de un escándalo inentendible más angustioso que entretenido. A la misma hora en la plaza del ilustre Ruelas, quizá como crítica al festival que debería incluirlo no como favor sino como legítimo derecho, un perspicaz niño grita repetitivamente y gana con facilidad adeptos: “¡No queremos Cervantino, queremos Revolución!”. Una cínica mujer responde luego, en nombre de tantos temerosos o rendidos de alzar la voz, que la Revolución no tendrá rostro, que ella no cree en ideales sino en hechos, que no necesita creer pues tiene ojos, que la Revolución ya es pieza de museo… Una vieja defraudada concluye la elegía de lo que a cada instante se palpa con más y más claridad: “la Revolución no ha sido ni será”.