Siento el miedo en las calles: antes estaban viciadas y viscosa y ahora vacías y recubiertas por las paparruchas. Unos dicen que “no salga, piensa en los otros”, otros “la salud es primero” y unos más “quédate en tu casa”: todas estas me las paso por los güevos, como si fueran significativas: no me interesa saber más que lo necesario. La Heriberto Enríquez parece dormida, aunque haya gente, muy poca si me lo preguntan, transitando. A mi izquierda el rectángulo académico, donde estudié la preparatoria, aunque de eso hace ya tiempo. No terminé de estudiar, pos mi novia se enfermó de niño y tuve, con todo el desprecio de un chico, que buscar trabajo; después, se fue con otro y me lo dejó, que prontito volvería, prontito. Ahora, el mocoso, con la misma edad cuando abandoné mis estudios, vuelca sus horas en seguir sus sueños, quiere ser médico y yo, bueno, le doy lo mejor. ¿Intenté que Marilyn abortara?: pos sí, éramos unas crías experimentando con nuestros genitales, pa’ saber qué se siente usarlos, pero ella dijo que la criatura no era la culpable y prefirió tenerlo, todo en nombre de Dios. ¡Pinche Marilyn, con sus ideas! Ahorita ya estaría chambiando en alguna de esas fábricas que están afuera de la ciudad. ¡Pinche Marilyn, se fue con otro pelado, que yo no la hacía feliz!: pos sí, qué quería la idiota, pudimos abortar y cada uno estaría haciendo sus cosas: ella siendo ginecóloga y yo un ingeniero.
Cuando mi padre se enteró de nuestro chistecito, me propinó tremenda golpiza que me voló un diente, “pa’ que aprendas a forrarte el pito, no sabes ni lavar tus calzones y ahora con una puta cría”; mi madre se santiguaba y le pedía a mi jefe que se detuviera, “vas a matar al niño”, “¡¿cuál pinche niño?! Tu niño se cogió a la primera y sin sus miserias forradas”, otro golpe y ella no paraba de llorar. Después, busqué trabajo, de lo que fuera, pal parto, que nada barato, y luego la ropita, la comidita y todas esas cosas anunciadas en la tele. Marilyn estaba encantada, pos sí: pa’ ella era jugar a las muñecas y la mierdita era su nenuco, pero cuando enfermaba no era sino mío: no sabía resolver nada, tampoco yo, y mi madre me decía qué hacer y con quién llevarlo, pa’ que me la insultaran solo por querer ayudar. Su pinche nenuco nos fastidió la vida. Mi jefecita murió por la diabetis, hace ya unos años; y mi jefe se fue con la amante en turno y ya no supe más. Por fortuna, me dejó su casa y él tuvo que salirse: una santa y un idiota.
Llego al trabajo, un local pequeño de comida, El zacatecano, que siempre huele a grasa, refresco y humo de camiones. Saludo a mis compañeros, les preguntó cómo van sus días y me cuenta, lo que ya sé, rumores y el miedo por la pandemia: que el Gobernador hace esto, el presidente lo otro, el subsecretario y otros políticos lo demás. ¡Cómo chingan!
Voy al baño a cambiarme, luego me lavo las manos y salgo pa’ preparar la comida. Las conversaciones se volvieron sugerencias o planes pa’ controlar el virus: aislar a los infectados y darles comida; ubicar a sus conocidos, encerrarlos y, en el peor de los casos, ponerles una golpiza por acercarse al enfermo; mandar a los asilos a todo el viejerío y esperar que los contagios disminuyan; e incluso matar a los infectados. No puedo con tanta idiotez. “Debemos preparar todo”, les digo y uno responde que me volví huraño tras la muerte de mi madre y otro debido al abandono de Marilyn, “esa se fue porque quiso”, “es que se cansó del mismo potro”. Luego risas. No éramos felices, o más bien nunca lo fuimos, desde el nacimiento del crío.
Llegan los primeros clientes, dos mujeres, una más grande que la otra, con sus bocas cubiertas. Ordenaron unos huaraches con mucha verdura, “sin picante, por favor, que la gastritis no me deja ni rezarle al santo Niño”, le pregunto si quiere alguna bebida, “con dos botellas de Fanta, por fa, muy fríos”. Veo el televisor, está la telenovela de la tarde, tarareo su intro y uno de mis compañeros me escucha y me mira burlón, como si nunca hubiera visto a alguien hacerlo.
Escucho el rechinido de unas llantas. Miro afuera, las mujeres se hacen a un lado, asustadas. Un hombrebaja de la camioneta, negra, se acerca a la más joven y la jalonea; la otra forcejea para liberarla y él la empuja, mis compañeros se hacen pa’trás, no saben cómo reaccionar; a la par que sucedía lo anterior, ya tenía el cuchillo en la mano, corro pa’ detenerlo. La joven arroja su cuerpo se mueve y yo apuñalo al tipo, se echa pa’trás e intenta abordar la camioneta, pero ésta acelera y el hombre cae al pavimento, se levanta y comienza a andar con cierta dificultad. Le doy alcance y le descubro la cara: era el mocoso.