Humo para cubrir la desnudez Por Joan Carel

Ese intento del arte contemporáneo por experimentar y hallar una nueva, única e irrepetible expresión, ¿tiene límites? Si bien, una de las cualidades del arte es la posibilidad infinita de manifestaciones, pero ello implica inherentemente un intento de comunicación. Muy a pesar de los defensores del arte por el arte, o más bien del arte para sí, una pieza artística, a fin de cuentas, requiere del otro para transmitir. A quienes refutarían dicha sentencia argumentando que lo importante es la autoexploración, cabría preguntarles por qué entonces se busca un público si para ello bastaría un espejo o una grabación.

Cuando una obra, sea cual sea la disciplina, se pone ante los ojos del espectador, éste procurará encontrar un sentido. Múltiples interpretaciones son posibles de acuerdo con las referencias que posee cada individuo, pero ¿qué debe hacerse ante su ausencia? El discurso de la alta y rebuscada teoría estética diría que es en el sinsentido donde radica el valor, ese objeto incomprensible, inasible, quizá hasta inexistente –salvo, por ejemplo, las grandes obras literarias apreciadas por eso, en las que incluso el sentido cimienta la confusión y la fragmentación–. A veces, el entendimiento está limitado para un grupo de expertos que comparten el código interior o que tienen la habilidad de recrear las obras mediante otro decir. El arte lo es porque provoca, pero ¿qué pasa cuando el tema tan publicitado finalmente se resume por el ojo espectante en indiferencia e incomprensión?

Un hombre se mueve dentro de un círculo de luz cuya fuente es interrumpida de vez en vez; cada que se reanuda, él se halla en una nueva posición. Luego, el escenario es una sola superficie blanca, como un paisaje donde reina el hielo y sólo habita un hombre junto con unas ramas de árbol seco. El cuadro cambia de clima mediante una luz cálida y poco después se vuelve noche azul; relámpagos atraviesan la escena mientras el hombre se mueve, a veces activando en cadena las partes de su cuerpo, otras alternando el desplazamiento con la pausa. El hombre sentado se sostiene sólo con los dedos de sus pies, se balancea, se eleva, avanza y de pronto reina la oscuridad. Escruta las ramas, las atraviesa, las arranca. El rosa neón cubre las paredes que lo rodean y su playera se convierte en casco y lente para indagar. Luz tenue e imagen gris: el humo se propaga abundantemente desde las piernas del telón y cubre absolutamente las butacas; el hombre se muestra desde distintos puntos con intermitencia; entre la neblina, parece que lleva una vara en el hombro donde se posa un ave o un gato; más tarde trae un conjunto de globos; de repente, y sólo por unos segundos, su cuerpo está desnudo, liso, sin pliegues de ropa y con uniformidad de color. Cuando la claridad regresa, el hombre manipula varias varas planas, las usa como extensiones de sus brazos, revisa su curvatura, su resistencia para mantenerse perpendicularmente en pie, las acomoda en cruz, en abanico, las recarga en la superficie de atrás.

Efectivamente hubo una exploración del movimiento. El programa de mano explica que hay paisajes y ensoñaciones resultado de un golpe, que es el cerebro visto desde fuera, que la lógica ha perdido el sentido y que lo congruente es mirar el mundo y su movimiento con variados acompañamientos musicales, que es una expresión desde el vacío sobre lo que la rapidez del cuerpo puede expresar. La interpretación de la crítica en la reseña introductoria no miente: la obra brinda imágenes, no ideas; plantea dudas porque “en la propia duda residen las respuestas y otras preguntas nuevas”.

Quizá faltó disposición para observar a profundidad, pero, después de la función, el dialogo tan buscado por el artista sigue sin comenzar. Al menos una interpretación metafórica sobre el ser en el mundo actual sí queda en la memoria: un hombre desnudo transita como una sombra, navega entre la desolación y la oscuridad.

Daniel Abreu
Cabeza
24 y 25 de octubre de 2018
Teatro Cervantes

Fotografía: Claudia Reyes Ruiz (Cortesía FIC)

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