Guillermo Calderón
Mateluna
Teatro Cervantes
14 de octubre
Wadji Mouawad
Inflamación del verbo vivir
Teatro Cervantes
19 de octubre
Si figuráramos arquitectónicamente un templo católico, podríamos dividirlo entre el altar y el lugar de los escuchas. El altar adquiere un sentido sagrado por el simple hecho de que no puede ser pisado más que por los oficiantes de la misa. Con suerte les tocará algún niño pequeño que, ante la novedad de haber aprendido a caminar, se escapa de sus padres para esconderse en el altar a plena misa. Es un hecho fortuito pero no escaso en número de sucesos. Alguna vez fui ese niño que profanó con risas ese lugar. En ese espacio intocable también existen objetos sagrados: la custodia, ese objeto donde se guarda la ostia y normalmente tiene forma de cruz, es tomado por un niño y lo dispone para que sea un avión de juguete surcando los aires.
En mí existe una extraña fascinación por la profanación, la cual no es ajena a mucha gente. El letrero de un museo con la leyenda “no tocar”, despierta en muchas personas esa necesidad de quebrantar la ley impuesta. Muchas profanaciones suceden en la resignificación de un objeto cotidiano. Hay días en los que despertamos y volteamos a ver nuestros zapatos pegados a la orilla de la cama esperando enfundarse en nuestros pies, los calzamos y comenzamos la rutina. También hay días en los que vemos nuestros zapatos, los tomamos y los acercamos a la oreja, los convertimos en un teléfono celular; profanamos ese objeto que no debería ascender a nuestra cabeza, lo profanamos porque es imperante desconfiar de lo sagrado.
En Japón existe el término Tsukumogatu: un término que define a los objetos de uso común que llevan más de 100 años y cobran vida para aterrorizarnos. Recomiendo resignifcar nuestros objetos cotidianos para que no se vuelvan esos espíritus que buscarán miedo en nosotros.
Hay algo que he mantenido sagrado todo este tiempo; a lo largo de mi vida lo he mantenido en su forma más pura. Todos los días le rezo con disciplina; su templo es la pantalla, Megacable, Cinemex y Netflix; periódicamente me acomodo frente al marco, lo observo con parsimonia. Ahí está la imagen, nunca la toco, nunca la resignifico, tal vez porque ni siquiera he encontrado la manera; es intangible para mí. Si existe un objeto sagrado en este mundo con un universo incuantificable de fieles es la imagen en movimiento, el cine, la televisión y cualquier otra modalidad que exista.
Hay un lugar donde nos maravillan las profanaciones, un lugar a donde vamos religiosamente para ver cómo desacralizamos los objetos, cómo los zapatos se convierten en celulares, las sillas en tronos, los hombres en Hamlet o Macbeth. Un lugar donde nada queda sagrado. Un lugar donde nos reunimos a profanar el mundo completamente.
Wajdi Mouwad nos presentó en el escenario la historia de Filoctetes, nos habló del Teatro y su nacimiento. Luego una imagen en movimiento entró en una pantalla gigantesca. El actor entraba salía, cruzaba, escalaba la pantalla y aun así parecía que no tocaba la imagen cinemática. El filme continuaba intacto lejos de nuestras mundanas manos. Había un objeto sagrado y nos obligó a mirarlo todo el tiempo, nos consumió. Ahí en el templo de lo profano, el dispositivo fílmico se mantuvo sagrado.
Otro montaje, Mateluna, se disponía a mostrar videos de un robo para juzgarlos como una ventana de lo que entendemos como realidad. Esa imagen nos dijo qué sucedía, nos mostraba a nuestro mundo haciéndonos creer que lo vemos tal como es, sin un rastro subjetivo qué encontrar.
Desde hace bastantes Cervantinos he visto como necesidad imperante la inclusión del video en los montajes teatrales. La falta de este elemento parece que funda la idea errónea de que se vuelve un montaje desactualizado, poco creativo, anticuado. Yo creo que es más anticuado volver a presentar objetos sagrados en vez de profanarlos. ¿Cómo profanar un objeto tan intangible como la imagen en movimiento? Yo no lo sé, tal vez porque es un santo que tiene mi mayor devoción.