En estos días de aislamiento involuntario, el viaje al pasado es casi inevitable. La convivencia con uno mismo se vuelve el escenario perfecto para que los recuerdos nos orillen a un estado de nostalgia permanente.
El reencuentro con aquellos textos, sucedió una noche de insomnio que me recordó una vida casi fantasmal sobre la persona que fui, y de lo que posiblemente me volvió quien soy ahora. Hay recuerdos que han permanecido en mí durante años, por ejemplo, cuando escuché por primera vez a mi banda favorita, el día que conocí el mar, los primeros abrazos que me hicieron sentir menos sola, el berrinche que hice en aquella fiesta familiar, las heridas que me costó soltar o el primer beso que di.
Recuerdo que cuando era adolescente, mi papá llegaba cada domingo con el periódico, y sobre él, la extinta revista “Día Siete”; la cual, contenía la sección “Hasta atrás”. Como el nombre lo dice, era una columna de opinión en la que leí, sin saber, ensayos de Cristina Rivera Garza, Ana Clavel, Alejandro Páez Varela, Enrique Serna, entre otros. A mi corta edad sabía poco o nada de escritores, no tenía idea de qué era un cuento, una novela o poema, ni mucho menos lo que conllevaba el proceso de escritura. Estos textos, de los que poco entendía, me generaban curiosidad, confusión, pero también me hablaban de experiencias que deseaba vivir y sobre todo compartir.
Con el tiempo decidí coleccionarlos. Cada domingo por la noche, cuando sabía que la revista ya había sido leída por todos en casa, la tomaba para recortar los pasajes e imágenes que más me habían interesado. Mi sección favorita la mantenía intacta, y la guardaba en una de las muchas cajas que conservaban cartas de amigos y amigas, tarjetas de navidad de intercambios escolares, recados que mandaba en clase, llaveros de viajes que nunca hice y cartas de novios que siempre dejaba plantados.
Es curioso lo que algo tan común como una revista dominical puede causar; en aquellos días me dio por escribir, no sabía cómo se hacía o qué talento debía tener, solo sabía que quería hablar de todo aquello que no me parecía y creía se tenía que decir. Las oportunidades no faltaron, cada lunes que a mi grupo de preparatoria le tocaba organizar los honores a la bandera, me ofrecía para leer un texto que hiciera, según los profesores, motivar al ambiente estudiantil.
Tenía varios ejemplos en mente; Este no es un mapa de guerra de Alejandro Páez Varela o Una definición de la belleza de Cristina Rivera Garza. Nadie se preocupaba por saber qué era lo que leería, tampoco me preguntaban si iba a citar a algún autor reconocido, ni mucho menos me pedían un borrador o esquema, entonces, sin pensarlo mucho, anotaba en una hoja todo lo relevante que había sucedido durante la semana y escribía sin mucho cuidado todo lo que quería. Fue así como me adentré al mundo de la irreverencia común de la adolescencia, teniendo la confianza y bendición de mis compañeros y profesores, decidí escribir textos en lo que hablaba acerca de: “la vida es más que estúpidas peleas después de clase”, “las tablas rítmicas no son dar clase de matemáticas” o “es injusto no poder vender dulces en la prepa”.
El espectáculo matutino terminó con los meses, obtuve algunas “observaciones” de mi profesora de matemáticas, el resguardo de los dulces que vendía y ningún comentario de mis compañeros, pero la satisfacción de haber leído frente a otros fue sostenible hasta entrados los años de universidad. Posiblemente solo era la adolescencia, esa etapa de prueba y error que nos anuncia un futuro incierto de lo que será nuestra vida adulta. O, quizás, solo eran las ganas de imitar un lenguaje desconocido que me llevará a habitar las palabras y, en el proceso, encontrarme en ellas.
El reencuentro con aquellos textos y el contenido de la caja, evocaban a un pasado que se me había escapado para siempre, pero que regalaban una perspectiva diferente de mi persona. Tal vez, recordarnos sea volver a revivir nuestra esencia. O, quizás, el reinventarnos a través de los recuerdos sea otra forma de volver a ser.
