La alarma suena e intentas apagarla. Tus párpados no obedecen y por eso no encuentras el botón para detener el sonido que empieza a aturdirte. Tu intolerancia surge y lo golpeas. Silencio. Levantas el cuerpo con dificultad, masajeas los ojos para quitarte la somnolencia y empiezas a recordar la causa de haber dormido tarde. No indagas mucho en tu memoria: Sólo recuerdas haber fantaseado con tu compañera de trabajo, – aquella que sólo se acuerda de ti cuando tiene problemas y te olvida cada vez que la invitas a salir –. Suspiras y miras al despertador para saber la hora actual. Está apagado. Deduces que fue por el golpe y buscas tu reloj de mano. Te sorprendes.
El despertador sonó antes. Se descompuso durante la noche.
Colocas el reloj en tu muñeca y vistes tu uniforme del trabajo. Bajas las escaleras, te diriges hacia la cocina y prendes la luz para preparar tu desayuno acompañado de un café. Al terminar, lavas el plato y la taza que usaste, porque hay tiempo de sobra. Tienes problemas acomodándolos en el pequeño escurreplatos: está lleno por la loza usada en un convivio, que tú no iniciaste, y debiste haber guardado en ese momento. Admites que has tenido ocupaciones más importantes como: escuchar el buzón de voz del teléfono de la compañera de trabajo, porque crees que esa grabación la hizo pensando ti y por eso no guardaste ni una cuchara. Logras acomodar el plato entre una cazuela y una sartén. No encuentras un lugar para la taza y sin pensarlo , la colocas encima de una tapadera metálica. Sabes que ese lugar puede ser inestable y en cualquier momento podría caerse; aún así la dejas a su suerte. Antes de salir de la cocina quieres apagar la luz y sientes que el interruptor se atasca. Lo forcejeas unos momentos, hasta que al fin cede. Decides manipularlo un par de veces y vuelve a suceder en cada intento.
Se atrofió. Debo arreglarlo.
Miras el reloj y te encaminas a la puerta principal. Deshaces el cerrojo y antes de girar el picaporte, escuchas a lo lejos que algo se rompe en la cocina. Te detienes por unos segundos y procedes a abrir la puerta.
Fue la taza.
Realizas una nota mental de recoger los pedazos y reparar el apagador al llegar de tu trabajo. Al salir, ya no dudas si pusiste el cerrojo y tampoco regresas para verificarlo; desde que vives en una zona residencial privada, con vigilancia las veinticuatro horas, ya no necesitas mirar atrás de ti cada minuto. Das tres pasos y te detienes; no piensas por qué lo hiciste y observas la ventana cerca de la puerta: las cortinas se mueven y acudes a tu memoria si la habías abierto el día anterior.
Tal vez no la cerré.
Por un momento imaginas regresar al interior de tu casa y cerrar la ventana, pero crees que el viento invernal que sentiste, ayudará a ventilar la casa. Te encoges de hombros y te diriges a tu trabajo sin cuestionar sobre el aire frío en una mañana de verano.
Llegas al edificio con treinta minutos de anticipación. No quieres subir las escaleras y te diriges al elevador. Presionas el botón “14” – aunque siempre dices, que realmente trabajas en el piso trece – y antes de que se cierren las puertas oyes la voz de tu compañero. Colocas tu pie entre las puertas para detenerlo y esperas a que él entre. Escuchas sus jadeos entonando la sinfonía del cansancio y observas las gotas de sudor en la frente, deslizándose por el rostro para descansar en el cuello de su camisa. Haces una mueca de disgusto: ves una mancha marrón producida por la mezcla de sudoración constante, polvo y smog.
¿Corrió todo el trayecto desde su casa? Parte de la mancha está seca.
Tu compañero logra conseguir suficiente aire para agradecerte y energía para presionar el botón “7”. Mientras el elevador subía él empieza a hablar, sin mirarte, sobre el exceso de automóviles en las calles, el rompimiento de las leyes viales, los accidentes y cómo compró su coche.
¿En serio consiguió un automóvil? Siempre dijo que sentía miedo de sólo pensar en conducir. Si es así, ¿por qué llegó corriendo?
Ambos llegan al piso siete y tu compañero se despide. Camina hacia una ventana y se detiene para mirar a través de ella. No alcanzas a ver qué hace después, porque el elevador
cierra sus puertas y dejas de darle importancia. Tu distracción cambia de nombre y es el panel de control: observas que el botón del séptimo piso está desaparecido.
Lo presionó muy fuerte y lo averió.
Te da algo de gracia pensar que los compañeros de ese piso tendrán que usar las escaleras hasta que lo reparen.
Antes de llegar a tu oficina escuchas una conversación que llama tu atención: tu compañero del séptimo piso tuvo un accidente automovilístico hace unas horas y se desconoce si sobrevivirá. Te parece extraño: hablaste con él en el elevador y al verlo no parecía haber sido víctima de un siniestro.
Habladuría de hoy: accidente falso.
Miras a tu izquierda y tu vecino de cubículo tiene ojeras y un temblor en las manos. Es la primera vez que tiene ese aspecto y deseas preguntarle si se encuentra bien. Escuchas a alguien decir tu nombre y miras a todos lados buscando quién pudo haber sido.
Nadie. Una broma.
Sueltas una pequeña risa y regresas la mirada a tu compañero. Te percatas que éste te mira fijamente. Permanece inmóvil, como si estuviera en una especie de trance.
¿Por qué no parpadea?
Después de verlo unos momentos, levantas la mano para saludarlo. Mantienes esa postura esperando que él haga lo mismo y te sorprende que se haya tardado en corresponderte. Tus ganas de preguntarle sobre cómo se encuentra, se esfuman y vas a tu lugar para empezar el trabajo.
Pasan algunas horas y cada vez que te ausentas de tu cubículo, adviertes que eres el objetivo de un bromista: te escondía los informes, cambiaba de lugar las facturas y tiraba tus bolígrafos a la basura. Sólo te ríes de lo que está sucediendo y te diriges a la oficina del jefe para reportar el trabajo que has hecho. Dentro, te recibe muy amable, incluso a la hora de saludarte , lo hace casi como una reverencia.
¿Qué le sucede? Está de buen humor.
Te dice que puedes salir temprano si entregas un informe y envías cinco facturas. Apenas le entiendes porque entrecorta las palabras con una risa nerviosa y no parabas de mirar su modo de frotarse las manos: parecía ansioso de llevar a cabo un plan para quitarse un peso de encima.
Su camisa está llena de sudor y tartamudea. ¿Recibió malas noticias al final?
A pesar de que el bromista triturara tu trabajo y esparciera los pedazos por todo tu cubículo, logras terminar a tiempo y te diriges a tu casa. En el elevador del edificio, piensas en el posible sospechoso de la última broma que no te causó gracia. Te pareció extraño que haya tenido tiempo para hacerla; en la hora de la comida, todos tus compañeros y tu jefe se encontraban en el comedor.
Tal vez fue alguien del doceavo piso, o quien sea, lo hizo antes de…
Te percatas que el elevador dejó de moverse en el séptimo piso y percibes un aroma a podredumbre.
Alguien habrá tirado algún alimento putrefacto.
Miras al piso para buscar el origen de la pestilencia. Al no encontrarlo, te resignas a soportar el aroma y miras al panel del elevador para buscar el botón de emergencia. Te percatas que en el hueco donde estaba el botón “7” se asoma una mucosa verde. Acercas el rostro para verla mejor y percibes que ese, es el origen del olor que se vuelve cada vez más insoportable. Tienes curiosidad de tocarla, pero las puertas del elevador te distraen al abrirse y mostrar tu llegada a la planta baja.
No presioné el botón de emergencia. ¿Se detuvo en el séptimo piso? Y esa cosa, ¿qué podría…?
La mucosa desapareció junto con el hedor para dejar en su lugar el botón “7” intacto. Lo miras por unos segundos y lo presionas. El elevador cierra las puertas y te lleva al séptimo
piso. Después , vas al “catorceavo” piso y al final, presionas el botón de la planta baja. Durante el recorrido, no despegas la mirada del panel. No se detuvo.
¿Estaré viendo cosas?.
Esa pregunta, que te dio algo de risa al plantearla, estuvo en tu cabeza , hasta llegar a la puerta de tu casa.
Lo primero que haces al entrar, es revisar la ventana: contemplas que estaba cerrada y las cortinas en su lugar. Inmóviles. Chasqueas la lengua, prefieres prestar tu atención al accidente en la cocina y el apagador atrofiado. Te diriges al cuarto de baño, donde tienes guardada una escoba, la sujetas y sales. Piensas que puedes reparar después el interruptor porque aún cumple con su objetivo. Llegas y procedes a prender la luz esperando el desperfecto. La bombilla encendió al primer intento. Te sorprendes, el interruptor debía de atascarse. Lo observas mientras lo manipulas varias veces, con la intención de atorarlo. No sucede.
¿En verdad estaba descompuesto?.
Quieres ignorar la respuesta y miras al piso para limpiar el desastre. Te sorprendes otra
vez: no hay restos de porcelana en el piso y la taza está en su lugar, tal y como la habías
dejado. Te acercas al escurreplatos, lo mueves un poco para comprobar si con algo de
movimiento podía tirarla.
No se cae. ¿Escuché algo romperse?.
Suspiras, sintiendo el aire en tu nariz, te retiras a guardar la escoba y subes las escaleras para cambiarte de ropa. En los últimos escalones, te detienes: imágenes de tu compañero, la mancha marrón en su camisa y la mucosa en el elevador llegan a tu mente como invitados a una fiesta que no organizaste.
Meneas la cabeza y procedes a entrar a tu habitación. Al quitarte el pantalón, tus llaves se salieron del bolsillo y cayeron al piso. El ruido de estas, provocó que pensaras en el suceso de la cocina por la mañana. Miras al suelo por unos segundos e intentas no darle más importancia. Te dispones a salir de tu cuarto; cuando de reojo, ves el despertador prendido y marcando la hora exacta.
No debería estar funcionando.
Lo desconectas, suspiras al ver que seguía prendido, mostrando figuras erráticas y luego lo tiras en el cesto de basura que está cercano a tu cama. Al salir de tu habitación, te pareció escuchar por un instante la alarma. Te encoges de hombros y dejas de cuestionar si lo que oíste, fue real o producto de tu imaginación.
Al caer la noche, no sabes si fantasear con el perfume de tu compañera de trabajo y dormir o ver una película. Decides lo segundo; recuerdas que aún te quedan cervezas en el refrigerador y vas a la cocina. Miras la cantidad de estas y gruñes: no son suficientes. Chasqueas la lengua, porque no tienes deseos de salir. Recoges tu billetera, te masajeas la sien derecha y sales.
No quieres perder mucho tiempo: decides ir a la tienda cercana a tu casa, conseguir lo que necesitas y regresar en un parpadeo. Como el dueño no es de tu agrado, se hará más fácil y rápido tu objetivo. Recorres un par de casas, llegas y das un saludo con la mano, señalas lo que necesitas, pagas y te vas.
En el camino, recuerdas todo lo que viviste en el día y concluyes que has tenido peores. Ríes un momento y decides pensar en la película que verás. Al llegar a la puerta de tu casa, giras el picaporte y tu cuerpo se inmoviliza al instante. Empiezas a temblar, sientes la sangre congelarse en cada una de las venas, sientes una respiración inconsciente agitarse, el ritmo cardiaco aumenta y todo el sudor que no apareció durante el día empieza a salir como una fuente recién inaugurada.
– Tiene el cerrojo puesto… la llave está adentro.