Masculinidad Femenina. Vivir la masculinidad desde un cuerpo femenino. Primera entrega. Grecia Lorena Valencia Arco

Cuando voy por la calle caminando por las noches no siento miedo, supongo que es el aprendizaje que tiene mi cuerpo por vivir con una expresión de género masculina desde hace ya un poco más de 10 años. No sé como se sienten los hombres al visitar espacios públicos cuando la luz del sol a caído, pero si he escuchado a muchas mujeres platicar su experiencia de angustia, temor y miedo al caminar en las obscuras calles de la ciudad.

Existen momentos en que no me siento mujer. Son múltiples las dimensiones sociales que trastocan mi experiencia al tener un cuerpo diverso, no binario. Prácticamente todos los espacios son regidos por marcadores de género. Hacia todos los lugares que volteo existe una decisión que tomar.

Cuando acudo a comer a un espacio público, a tomar un café, al realizar un trámite bancario, cuando voy al baño en un espacio público, en fin, actividades que una persona con un género definido y correspondiente a su sexo biológico conforman la cotidianidad de su vida, para una persona con una expresión de género que no corresponde con su sexo biológico se convierten en una aventura llena de angustia, temor, miedo e incluso terror.

Me niego a representar un género concreto. El deber ser hombre o mujer que impone la sociedad termina constriñendo la posibilidad de vivir ciertas experiencias, actividades, acciones, comportamiento e incluso el disfrute de los sentidos; por ello me es muy complicado materializar un género, o vivir a través de una expresión determinada. Existe una sensación constante de estar fuera de lugar, de no ser una mujer o un hombre completos. De no ser lo suficientemente lesbiana o lo suficientemente heterosexual. Siempre existe la posibilidad de ser descubierta ante la imposibilidad de representar un solo papel. No existe una unidad.

La constante presión por encontrarme estática en un espacio determinado, por definir mi posición, por ser lo suficiente de algo se presenta en los lugares menos pensados, íntimos y necesarios, como es el caso del sanitario. Recinto intachable de la asignación sexo/genérica, marcador y termómetro de nuestra posibilidad de sentirnos humanos, de formar parte de la sociedad.

Ante la falta de un baño unisex, es necesario elegir en todos los espacios públicos que habito a que cubículo ingresar. Nunca había sentido más temor que al estar detrás de una puerta esperando no escuchar más ruido para poder salir y no ser señalada ante la confusión de mi género, cuestionada por mi falta de feminidad e incluso sufrir manifestaciones de discriminación más palpables, como cuando me corrieron del baño de la universidad o aquella ocasión que llevaron policías para que saliera del baño.

Prefiero ingresar al baño que corresponde socialmente con la expresión de género que he decidido portar como una lesbiana masculina. El baño de los varones. Sin embargo, ello no me exime de ser descubierta y no sé qué sucedería si supieran que aquel joven que caminaba apresurado para salir del lugar no era un hombre.

A pesar de que quisiera evitar convivir con personas nuevas todos los días, como cualquier otra persona tengo la necesidad de socializar, de ser nombrada y de existir. Ser una mujer masculina, un hombre afeminado, una persona trans, o una persona no binaria, es una condición sociocultural e historia que conlleva una constante ruptura con los espacios y las personas. Es una condición que supera las barreras de la diversidad sexual.

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