Continuación…
Raquel.
La compañera de clase, cuyo asiento se ubicaba delante de él, quien mantuvo la conversación con él a pesar de sus torpes convivencias. Ella, quien representaba lo imposible hecho posible, quien le demostró a su corazón que los latidos no eran producto de su imaginación y que tenían la capacidad de aprender el nombre de quien mueve sus engranes. Ella, Raquel.
– ¿No me vas a saludar? Qué feo eres, Martín… –
La voz chillona de Raquel había alertado a todos de la ubicación de Martín y revelado su nombre. La muchacha pelirroja tenía los delgados brazos posados en sus caderas de mujer y la mueca en su rostro pálido cubierto de pecas exigía una respuesta. Martín hizo una media sonrisa, levantó un brazo sin despegarlo de la axila, y la saludó. Raquel sonrió, dio un pequeño brinco de alegría causando que los senos, también de mujer, desafiaran por un instante la capacidad de resistencia del sostén y mostraron, desde el escote, un saludo a Martín. Él les contestó durante la distracción de la muchacha y apoyado de su máscara de queratina.
– ¿Ahora por qué tan callado, Martín? Tú no saludas así. Bueno, mira. Te vi en los dulces y pensé “ahí está Martín. De seguro comprará chocolates. Lo saludaré para que me dé algunos”, pero no te llevaste nada, así que te seguí para asegurarme de que compres mis favoritos. ¿Vale?
Martín sólo pudo sostener la media sonrisa y asintió con el mismo movimiento de cabeza que hizo al saludar el busto de Raquel. Aún podía escuchar la plática entre el joven rubio y la encargada de farmacia. Detrás de él sentía la mirada inquisidora del niño cuya abuela, educada en la modernidad, esperaba con paciencia preternatural a que los jóvenes terminaran de hablar porque creía que para el amor, no había que entrometerse. Martín relajó los músculos: un segundo suspiro divino descubrió su rostro y percibió las circunstancias a su favor. Todo lo vio claro: podría pasar el tiempo a solas con la chica de sus sueños y fantasías hasta que llegara la hora de su turno. Antes de ir hacia la encargada podría pedirle a Raquel que lo esperara en la dulcería para comprar los chocolates que ella pedía; así sólo se expondría con la encargada quien, con suma profesionalidad, no divulgaría el producto que compraría. El plan continuaría intacto.
– Oye, Martín, ¿viniste a comprar medicina? Ay… pero están tardando mucho. Mejor hacemos esto. Voy a estar en la dulcería y te espero ahí para que me compres los chocolates. ¿Sí?
La sonrisa de Martín perdió la tensión de casi todos los músculos que la conformaban. La vio alejarse dando brincos de alegría en cámara lenta. Podía escuchar los saludos de su pecho y el movimiento de la falda, cortesía de su cadera y glúteos, interpretaba un vals cuyo ritmo deletreaba M-a-r-t-í-n, t-e a-m-o.
– Oiga, ¿va a avanzar?
La voz ronca de un señor, cuya gordura era la de él multiplicada por tres, lo despertó de su trance. El joven rubio ya se había retirado y la encargada estaba entregando el encargo de la abuela del niño, quien permanecía ejecutando su nuevo pasatiempo favorito. Su preocupación no se limitó al infante con habilidades místicas de observar sin parpadear, sino en su distracción estando con Raquel: diez personas más estaban formadas atrás de él y todos tenían intenciones de continuar con el deber que el niño había comenzado si no avanzaba.
Dio unos pasos para no escuchar los jadeos del hombre obeso detrás de él y empezó a respirar para calmarse. Pensó en cambiar su estrategia para alcanzar a Raquel en la dulcería y tener más tiempo juntos: dirá la verdad, que era para su padre. Él estaba muy enfermo y necesitaba específicamente el viagra para curarse. No era idea suya, sino del doctor que se burló de él una vez que abandonó su consultorio. Sí, eso haría. Todo volvía a estar en orden y Martín suspiró tranquilo.
– Siguiente.
Su llamado. Martín avanzó con paso firme y entregó la receta a la encargada. Estaba listo para que ella lo mirara y así proceder a explicar el por qué de tal solicitud.
No lo miró.
Ella sujetó el micrófono del altavoz, aclaró su garganta, hizo pruebas y pronunció las palabras que se inmortalizaron en los recuerdos de Martín como llagas sanguinolentas que abandonaron toda esperanza de sanación.
– Encargado de bodega de farmacia, favor de traer viagra. Encargado de bodega, favor de traer viagra. – La voz de la encargada fue tan clara que el cielo despejado y el río cristalino sintieron envidia. Sus ojos se posaron en Martín, gesticuló una sonrisa similar al de una madre que, después de haber sometido a sus hijos un arduo castigo por su mal comportamiento, mostraba un afecto que la perdonaba de toda culpa que Martín pudo haber señalado. – Ahorita te lo traen, mijo.
La cabeza de Martín se movió por sí misma a causa de la fuerza de gravedad. Perdió la sensibilidad en los músculos del cuello al momento de asentir. No dirigió la mirada a las personas que estaban atrás de él, sabía que ya se habían convertido en seres sobrehumanos con la capacidad de observar como el niño que lo había estado juzgando desde que lo vio. Martín supo entonces que el chico era algo más que un eterno mirador fijo: no lo estaba juzgando, sino advirtiendo. Lo entendió todo muy tarde: el pequeño era el último profeta de ese siglo y él lo había ignorado.
– A ver, ¿quién será el afortunado esta noche…?
El trabajador de la bodega vio a Martín esperando por el producto que él había traído. Miró a la encargada y ella asintió, confirmando sus sospechas. Mientras entregaba la caja dio un vistazo a Martín: estaba de pie, no movía ni un músculo, la mirada vacía y la boca seca. Su mente se encontraba en otro nivel de consciencia: absorto en todo, menos en su posición actual. Recordó un síndrome similar en uno de sus compañeros durante el servicio militar: al pobre diablo le habían robado los pantalones mientras se duchaba y en castigo, por descuidar sus ropas, tuvo que trotar desnudo por toda la Zona Militar por tres horas. Su compañero nunca fue el mismo desde ese día y lo mismo ocurrió con el soldado novato en frente suyo: cayó en un combate que apenas había comenzado.
La encargada abrió la caja en el mostrador y vació el contenido ahí mismo. El trabajador de la bodega procedió a retirarse, antes de hacerlo miró a Martín por última vez y lo saludó con su cachucha reconociéndolo como a un héroe. Ocultó su rostro con la misma y se dirigió hacia la bodega donde transmitiría la noticia a sus compañeros.
– Aquí tienes, mijo. Recuerda que ya no damos bolsa. ¡Vuelve pronto!
Martín recibió la caja con la palabra VIAGRA impresa en color azul. Al tenerla en sus manos, la fuerza que Martín nunca olvidaría y desearía no volver a experimentar lo orilló a mirar a su izquierda. A lo lejos, la vio. Ella, Raquel. Había presenciado todo. Intentó mantener la mirada hacia ella y poder explicar que la caja en sus manos, con letras de color de un cielo falso, no era para él. Imploró que pertenecería a su padre por sus problemas en los pulmones. Juró que la recetó un médico con la habilidad de ver el futuro y por eso se rió de él antes de ocurrir el incidente. Finalmente, se rindió y sus ojos se fijaron en la salida. Sus palabras no surtieron efecto: recordó que él no poseía habilidades sobrehumanas para transmitir su mensaje al viento sin necesidad de abrir sus labios.
Con paso decidido Martín se dirigió a la salida del centro comercial. Marchó en silencio, con la espalda firme y la frente en alto como un héroe preso a punto de ser ejecutado. Caminó a su casa, dejando en el departamento de farmacia al hombre que alguna vez fue: un invencible táctico militar, un soldado discreto, un Casanova irresistible y un genio estratega. Marchó sin mirar atrás, ocultando la angustia de la tormenta inevitable que delante de él se desatará sin misericordia. La podía ver. Se acercaba, lenta, pero al final lo alcanzará. Fue descubierto y por ello lo recordarán; las hazañas, en cambio, serán olvidadas como el mar a los peces en tierra antes de morir.
Llegó a su casa y entregó la caja a su padre. Éste mostró su agradecimiento como lo hacen los esclavos al ser liberados y las lágrimas en su rostro fueron similares a las de los reos encontrados inocentes ante una acusación injusta.
– Gracias, hijo. Dios te lo pague.
Martín le respondió con la sonrisa sincera del hijo pródigo viendo a su padre después de haberse exiliado. Fue a su cuarto, se acostó y abrazó las piernas para esperar el siguiente día. Tenía deseos de llorar pero las lágrimas no tenían la valentía que él adquirió al decidir salir del supermercado. Así, en la primera posición que aprendió dentro de su madre, empezó a dormitar con la esperanza de encontrarse a Raquel en sus sueños. Sólo ahí podría seguir siendo el hombre que merece estar con ella y tal vez sólo ahí volvería a escuchar su voz. Sin embargo, en el fondo se conformaría con verla en la distancia: ver cómo su cabello es acariciado por el viento mientras su cuerpo es bañado por la luz de la luna llena. Sus ojos se cerraron, un suspiro solitario salió desde el corazón y cubrió la habitación de aire helado. La melancolía hecha vapor se adhirió a los muros y esculpió en la ventana las palabras que Raquel nunca escuchará.
*
– ¡Oye, hijo! Ese doctor es un brujo. ¡Ya me estoy sintiendo mejor!
Su padre, llenó de un entusiasmo que creía perdido, lo despertó para el desayuno familiar y miró hacia la ventana. Una sensación de abandono lo invadió y empezó a temblar. Un vació atravesó las venas de su cuerpo, dejó de sentir los latidos de su corazón y su sangre se volvió de un cristal con filo perpetuo.
Martín no soñó con Raquel.