La vida podría contarse mediante plantas, porque simple y sencillamente las plantas nos permiten respirar. Si se hacen a un lado las necesidades biológicas, seguramente plantas hay en los recuerdos más arraigados y placenteros, como el árbol de juegos de la infancia, su fresca sombra o el pasto sobre el que casi todos disfrutan caminar. El árbol es mito, leyenda, trascendencia y sabiduría, como el laurel para la cultura grecolatina o el sauce para una tribu amerindia. En el origen fue el árbol, o más preciso sería decir que el alga, pero siempre han estado aquí; nosotros llegamos después.
“El árbol es muchos, habla con todas sus voces”, dice uno de los múltiples personajes encarnados con una transición sorpendente por la chilena Marcela Salinas, en donde ese ser es la figura central, protagonista, antagonista y metamorfosis final. “Oh… Ah…” El árbol crece desmesuradamente como las ciudades, pero lento, muy lento; “el árbol no se modera ni un instante”, dice don Raúl, encargado de áreas verdes en la municipalidad. “El árbol se había quedado dormido”, afirma en la copa una niña con retraso mental, la única que puede oírlo, y eso es suficiente para explicar la muerte del muchacho. “El árbol le gritó: Oh… Ah…”
Que el árbol se ha comido el espacio del peatón, que es un foco de infección donde se acumulan desechos humanos, se queja la vecina Eva en un discurso antropocéntrico insufrible. “¡Lo único que falta es que salga caminando! Cuando se acabe el ser humano ¡las plantas van a tardar tres minutos en cubrirlo todo!”. Tal vez esa rapidez es la que buscaba Manuel.
Una anciana amorosa cuida sus plantas, platica con ellas, las abraza y ellas la hacen aliada en su rebelión contra los maceteros: invento de los humanos para mover lo inamovible. “¡Quieren recuperar el territorio!”, le dijo ella a Joselino cuando todas estaban sembradas en el piso de su casa, porque su cuerpo entero habla, como la hoja seca que, al ser destruida frente a un micrófono, descubre una voz tan potente cual el sonido de la lluvia o el soplo abrazador de la luz.
Un bombero llega después de que el fuego ha arrasado todo, ese “fuego que no es elemento, sino fuerza que transforma a la madera en ceniza”, que ha consumido un bosque como segunda tragedia luego de la ya imperdonable ciudad de niños-pinos abandonados para producir. Avanza el bombero entre los restos invadido de indignación por su propia condición: “Soy animal, criatura novata en esto de sobrevivir, de adaptarse” porque ellos viven en el tiempo y no contra él. “Ustedes se quedan, yo avanzo. Ustedes plantan cara, yo evito, yo arranco. ¡Maravillosa democracia ramificada! Que sea mi piel la que se alimente como ustedes, y que comer sea más parecido a sentir. Que pueda hablar por mi cuerpo sin mentir, palpar mi rugosa memoria, emitir frases que al sol se refractan. Que nunca pueda cerrarme sobre mí mismo, sino gritar '¡este soy yo!’. Ser, crecer, siempre más afuera. Yo: el recuero de una semilla. Porque los animales hacen lo que las plantas no pueden, morir”.
Manuel necesitaba moverse. “Siempre iba contra el tiempo hasta que se fue con un árbol”, reflexiona su madre mientras discute en un tribunal con una planta más el devenir de un nuevo estado vital, que sobre la responsabilidad del accidente vial. Quizá Manuel necesitaba ser árbol para sentir mejor que en su motocicleta el viento correr. “Entiendo…”, dice la mujer, “el árbol pudo matar porque estaba quieto, porque sabía cuál era su lugar… ¿Cómo vive algo que no se puede mover?… Entre más quieto, más sobrevive; 200 años con las mismas raíces… ¿Qué se hace con un hijo que en silencio grita ‘no me puedo mover’?… Entiendo… El árbol cortó la luz y en ese momento lo hizo vegetal. El árbol se lo llevó a su reino. Eso traman: alguien tiene que ponerse en su lugar”.
Manuela Infante y Marcela Salinas
Estado vegetal
15 y 16 de octubre de 2018
Teatro Cervantes
Fotografía: Carlos Juica (Cortesía FIC)