Bajo un árbol hay un peculiar heladero: es calvo, aunque a la mitad del cráneo tiene una línea horizontal de pelo verde cual puntas de palmera; es obeso y usa un pantalón a rayas azul con blanco, calcetines iguales pero en rojo, zapatos elegantes, tirantes, corbatín, camisa con estampado amarillo y una bata blanca para el trabajo. Llegó apresurado entre la gente, eligió con determinación su sitio, se instaló, quitó las hojas secas de la plaza con una bomba de aire y se dispuso a iniciar la venta. Ahora espera mientras limpia con esmero su carrito; los conos de galleta también, aunque estos son frágiles y los desbarata: su gesto es de culpa y la risa traviesa de los niños se desata alrededor.
“Abierto”, dice el letrero y él espera. Nada ocurre, nadie se acerca. Entonces se impacienta y, venciendo la timidez, a sus clientes va a buscar. Una niña es la primera y obtiene un helado gratis; Jekyll ha olvidado poner los precios: diez pesos, para comenzar. Va en busca de alguien más y este paga con una moneda de cinco, así que le ajusta el cono a la mitad insertando satisfecho el dinero en su cochinito después.
Una nueva cliente espera su barquillo y, a la hora de la transacción, el letrero con placa desplegable, aumenta una cifra cambiando el precio a cien. Ella busca en sus bolsillos, no tiene nada… Él, con su particular voz aguda, le sugiere ir en pos de un préstamo y un señor de edad madura, tal vez su abuelo, paga con un billete que va para el cochinito también.
Una niña se acerca corriendo, desliza la tabla para que el costo sea de un peso. Jekyll, molesto, acomoda el letrero y el valor del helado aumenta a mil. Espera, sigue esperando, no hay respuesta y toma un aparato rastreador de metales hasta toparse con una bella mujer. Emocionado, la lleva a su puesto, le coloca una silla y le prepara un helado especial con más de cinco bolas y tres conos. Todos creen que está enamorado, pero al hacer la entrega, coloca raudo un nuevo anuncio, “se aceptan tarjetas”, las cuales no van a ninguna terminal, sino a su cartera mientras se dispone a atender a alguien más.
La nieve se ve deliciosa, blanca, suave y fresca, perfecta para el medio día y el intenso calor. Nadie se acerca, así que se le ocurre una idea: “oferta”, un helado y un globo con helio adicional. Sin embargo, manipular esos objetos no es su mejor su habilidad y uno a uno se le escapan entre los dedos atorándose en las coronas de los árboles, excepto uno que ata a la agujeta del tenis de una niña con un candado y luego, sosteniendo una pistola de juguete, llama él mismo a su mamá. La señora se acerca y le extiende la mano pagando con un saludo cordial; él, enojado, se dispone a tomar venganza lanzando una cubeta con agua: confeti nada más.
La aventura de los globos continúa con apoyo de la bomba de aire, pero esta es una misión muy complicada sin importar el tamaño ni la forma, pues todos se revientan o salen disparados contra el público. Las cosas mejoran con un globo rojo gigante, mas, a la hora de hacer el nudo, este sale mal y la frustración de Jekyll es evidente: entre refunfuños, golpea el flácido objeto como a una pera para boxear. Una vez desahogado, descubre un globo azul de tamaño tres o cuatro veces mayor; lo sujeta a la bomba y va en busca de ayudantes: al frente, un hombre a quien le otorga una visera de soldador; tras él, una fila de niños cuya tarea es cubrirle a otro las orejas para evitar daños. Finalmente, el globo estalla estruendosamente y vuelven todos a sus sitios, menos Jekyll, quien recoge triste los pedazos de plástico y se consuela comiendo un helado preparado con diligencia para sí.
Jekyll reflexiona sobre los sabores que ofrece; tiene coco solamente. Él quiere chocolate, chocolate… tan solo pronunciar el nombre le genera fascinación. Busca en una pequeña libreta su receta secreta y comienza la experimentación, pero la empresa fracasa y su carrito termina envuelto en humo y caos. Minutos después se dará cuenta de que estaba leyendo al revés.
Jekyll se vuelve mimo y manipula una serie de objetos imaginarios: una rasuradora, una flauta, un saxofón, una soda, un teléfono, un micrófono con el que se dispone a recibir, por su preparación de chocolate sublime, un premio nobel. Al momento de pronunciar su discurso, su voz, que ya es inestable, se descontrola más, pero descubre que su preparación causa un efecto secundario del que saca ventaja: su timbre se agrava y puede cantar. Durante ese trance se hace llamar Hyde y organiza una banda de rock: una niña extrovertida en la batería, un hombre despreocupado en la guitarra, una atractiva joven en el bajo y al micrófono, que es un cono de helado, él con su renovada voz.
Entre abrazos y un video para registrar las ovaciones de los espectadores, Jekyll vuelve a ser heladero y coloca en su carrito “gratis” como letrero final. Los niños inmediatamente se alinean y hay conos suficientes para la audiencia total. Es un soleado sábado por la tarde, Jekyll finalmente despacha la nieve presuroso, parece contento, todos están muy contentos. Este clown se hace llamar Paolo Nani en Italia y Dinamarca; es el mejor que ha visto la plaza y probablemente también la ciudad.
Paolo Nani
Jekyll al hielo
29 de octubre de 2022
Plaza Mexiamora
Fotografía: cortesía FIC