Siempre he encontrado interesante mi historia familiar. Más allá de mi historia inmediata, tengo una extraña obsesión por desentrañar todas las vidas que forman parte de mi árbol genealógico. Y como una forma de reconstruir ese pasado, he aprendido a tomar prestadas las palabras y recuerdos de otros para crear relatos sobre quiénes imagino, tuvieron vidas misteriosas e interesantes.
Hace algunos meses recordé que cuando era niña, cada viernes a casa de mi abuela, nos reuníamos primos y tías a convivir en esa pequeña casa en la colonia del Carmen; una casa colorida con azulejos rojos y blancos en su pared delantera; con una ventana grande, cortinas blancas, y una puerta café que se postraba sobre un escalón. Aquella casa había sido la primera y única que mi abuelo pudo comprar con su salario de cartero. Anunciada como, “casa en ruinas”, que más que casa, parecía un intento de vecindad, había albergado a seis familias de diferente procedencia en cada uno de sus cuartos: no había cocina, ni comedor, solo paredes y estrechos pasillo. La casa fue remodelada, pues doce personas se mudarían y había que hacer que cupieran.
Mis mejores recuerdos de infancia sucedieron en esa casa, llena de extraños relatos y momentos grises; sin embargo, he llegado a creer que las casas, al igual que las personas conservan en sí una esencia que va más allá de la estructura que las componen. En esa casa murió mi abuelo, un ser fantasmal en mi memoria, por el que llegué a desarrollar un interés particular cuando era niña. Lo conocí a través de las palabras de mi abuela, quien en un momento amargo de su vida decidió tirar todos los álbumes familiares, y conservar solo algunas fotografías, entre ellas, una foto de mi abuelo en traje al estilo pachuco, con lentes negros y un sombrero; fotos de ella en su juventud, con cabello corto y chino, labios color rojo y un collar de perlas; fotos de mi bisabuela materna en su huerta, y algunas otras de su aniversario número treinta y cinco con toda la familia.
Mirar esas fotografías siempre me ha parecido una forma de contacto con seres desconocidos, ajenos a mi vida y a mi memoria. Al no haber nacido en ese tiempo y tener otra imagen de ellos en mi presente, algunas veces me pregunto, ¿Qué estarían pensando cuando les tomaron esas fotos?, ¿Qué anhelaban?, ¿Qué querían de la vida?, ¿Eran felices?
Hubo un tiempo en que mi abuela me platicaba que cada mañana mi abuelo la despertaba con un jugo de naranja en la cama, me decía que noviembre era un mes agridulce porque fue el mismo mes en que lo conoció en las fiestas del templo del Señor del Encino, también fue el mes en el que se casaron y también el que lo había visto nacer y morir.
En aquella casa también falleció mi bisabuela Carmen, quien dicen, había vivido en una mansión muy grande en el barrio de Triana, bajaba de grandes carruajes y portaba siempre vestidos ampones y coloridos, sin embargo, vivió triste la mayor parte de su vida, ya que su esposo, siendo el típico macho de la época, no la dejaba usar vestidos que no fueran de color negro, la llevo a vivir al campo, donde dormían en un petate, después pasaría a llevarla por todo el Bajío con la bola que seguía a Villa durante la Revolución mexicana.
Con los años aquella casa alojó a mi bisabuela Carmelita, quien residía en el cuarto más pequeño de todos, en el que mis primos contaban se aparecía un soldado que hace mucho tiempo atrás había vivido ahí, jamás nadie lo vio, pero por las noches cuando todos se despedían y la casa comenzaba a ser más grande de lo que era, asomarte a ese cuarto era ver un altar, paredes llenas de cuadros religiosos, velas, vírgenes y un Jesús crucificado, parecía que aguardaban el alma de alguien que por las noches iba ahí a reposar.
La casa se vendió hace más de dos años, casa que vio pasar historias de las que nunca me enteraré y en las que todos nos volvíamos cómplices de juegos, peleas y conversaciones sobre lo frustrante que resultaban ser nuestras mamás cuando tienes diez años. Mi abuela tiene su propia historia con esa casa, quizás por ello la dejo ir, cansada de los recuerdos que la abrumaban, guardo lo poco que decidió conservar y dijo adiós. Nadie comprendió su decisión. Pienso que quizás los recuerdos se fueron deformando al pasar de los años y en aquella casa ya no habitaba la persona que ella fue en algún momento, sino otra que ya no se reconocía en las paredes y cuartos de un lugar que sin querer también guardaba la esencia de muchos más. Porque quizás eso también somos, la esencia de aquellos que no conocimos, de las vidas que no vivimos.