Songo para el alma y un nuevo festival por Joan Carel

Rodolfo García (cortesía FIC)

Detrás del enorme escenario y su aún más enorme gradería, hay cerros que ascienden entre difuminadas nubes a un infinito azul. A la izquierda se pone el sol; avanza tranquilo en una lenta despedida: primero círculo y, de a poco, resplandor. Un par de pájaros, como tantos lugareños, atraviesan la escena indiferentes y cansados por la jornada. Aquí, en la cima de las gradas metálicas, todo luce distinto; afuera, entre la emoción y la angustia, seres inquietos aguardan intentando ganarse el último asiento de este nuevo Cervantino.

Es miércoles y es trece. El festival está de vuelta en presencia y en línea, pero algo le falta.  Hay gente, mucha, pero poca a comparación de la bestia jubilosa de esta legendaria fiesta. La calle contigua, antes tapizada por ojos curiosos, hoy está vacía y custodiada por dos inamovibles vallas. Uniformados, los miembros del personal van veloces de un lado a otro rectificando el cumplimiento de las normas: la anónima mascarilla, la solitaria distancia, la infranqueable restricción. Aquí arriba, el acceso es gratuito sólo mediante un registro previo; afuera, gratis es el eco y la resonancia. En otras plazas de la ciudad hay pantallas para aminorar la sensación de límite; para reemplazarla, tal como ocurre en las redes sociales, con una aparente idea de expansión. De vuelta y a la mitad. 

Las reglas son claras, en orden y uno a uno, pero el ímpetu se avista en pos de la comodidad y la tan anhelada, ahora inexistente, vieja normalidad. Los lugares señalados con medición exacta poco importan en la distribución no proporcional impuesta por la concurrencia ansiosa. Estruendo de voces y cada vez más ruido. Un ojo almendrado gigantesco, plasmado sobre turquesa, parpadea en el centro del escenario y su pupila redonda oscila intrigada, confundida, vigilante. Aquí en lo alto, estos ojos miran igual. El cielo se ha tornado rosado con partes oscuras, señal de que la función está por comenzar. Hasta acá, el último asiento no está tan mal.

La cabina técnica y sus agentes comienzan la labor: se encienden lámparas, se ajustan reflectores, se calibran bocinas, se extienden cables, se asoma la luna y revive octubre una vez más. Los instrumentos ya dispuestos se vuelven visibles y en un instante los músicos aparecen también. Una voz femenina resuena diciendo que es tiempo de cuestionar barreras ideológicas, económicas, políticas, artísticas, tiempo de romper fronteras y quizá hasta la distancia impuesta por la enfermedad.

Suena el aire, proviene de los metales, y entonces se siente paz. Se oye un corazón percutido que reanima a todos los que están sobre y bajo el escenario. Luego, llega la sinfonía en la primera nota de prueba y entonces reina en cada rostro la plenitud. El viento sopla suave, como la música que él mismo hace llegar aquí. 

Todos esperaban, pero nadie supo cuándo fue el momento preciso en que inició la mítica celebración. Dos orquestas, una del desierto y otra del mar, son cómplices brujas. Primero, cual mago, un vivaz director se posiciona al frente, agita la batuta y la magia del sonido emerge con un delicado, pero arrobador efecto. Poco después, se suman a la empresa los aliados caribeños y forjan entonces ellos el encantamiento con cantos y sonrisas que se adueñan sin objeción de cada resquicio. El cuerpo de todos se vence en deleitoso contoneo y el alma fatigada a causa del aislamiento descansa por fin.

Juan Formell creó este hechizo hace cincuenta años en Cuba; se llama songo. Mediante la experimentación en un laboratorio sonoro (Los Van Van), nació una música que ahora es legado y elemento vital en una isla donde la gente sonríe sin importar las tantas heridas dejadas en su historia por la opresión. Los veranos largos de La Habana y de Saltillo probablemente sean uno de los elementos en común y clave para este ritual de imparable algarabía, pues cada integrante de la Orquesta Filarmónica del Desierto baila desde su asiento y a veces de pie como evidencia de su famosa pasión por la música popular que ejecutan con precisión.

“Por no verte llorar, yo sería capaz de bailar así, sin parar; por no verte sufrir, yo sería capaz de cantar sin parar, quiero verte feliz», suena la música del alma y para el alma envuelta en el pulso vibrante de todos los instrumentos y de los numerosos danzadores desde la gradería. “La vida tiene cosas buenas, tiene cosas malas, aquí no hay fallo”, “así es la vida, un ratito arriba, un ratito abajo”. Aunque sea a distancia, en el último asiento, hasta arriba o desde la “prohibida” pero ya repleta cerca, no importa si algo falta. Una flauta traviesa promete que dieciocho noches como esta se avecinan, pues Cuba ya está aquí.

Formell y Los Van Van | Orquesta Filarmónica del Desierto, Coahuila de Zaragoza
13 de octubre de 2021
Explanada de la Alhóndiga

Fotografía: Rodolfo García (cortesía FIC)

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