Apuntes sobre cómo pisotean mi derecho a la ciudad por Juan Mendoza

 

Dicen los que saben que el amor no duele. Duele el abandono, el maltrato, los insultos, el silencio, la traición, pero el amor no duele. Lo mismo pasa con las ciudades.

 

Hay dos derechos que el neoliberalismo buscó y busca borrar a toda costa, bajo diferentes estrategias por así convenir a su interés de alienación. Uno es el derecho a migrar. El otro es el derecho a la ciudad.

El primero porque ningún rico quiere en su país a los pobres de otro aunque haya causado su existencia. El segundo porque implicaría la existencia de un gobierno comprometido con el bienestar social, y gastar en los pobres es tirar el dinero, supongo.

 

No crecí aquí, y a decir verdad cuando llegué esto no era una fosa común. Hasta donde entiendo mi línea de descendencia, salvo mi padre, ningún antepasado mío ha transcurrido toda su vida en el lugar donde nació, algunos incluso tuvieron una carpa, y mi madre pasó su embarazo entre EU y México. Tengo razones para considerarme un migrante de cepa.

 

Del tiempo en que no viví aquí les digo que tengo un amigo que ya murió, pero conjugo en presente porque sigue siendo mi amigo. Ese amigo fue policía, y muchas veces tuvo a su cargo entrenar a los novatos en mi pueblo natal. Teníamos una rutina, cuando me veía en la calle fingía detenerme por ser hondureño, discutíamos e íbamos alzando la voz hasta pelear porque me negaba a cantar el himno nacional hincado, en algún punto de los gritos sacaba el arma y me apuntaba, yo me tiraba a sus rodillas y le pedía una clemencia que me negaba con un “ya te chingaste, pinche caltracho”, deberían haber visto la cara de sus novatos en ese punto (callados porque seguro reprimir a un migrante era algo muy normal), y también después porque aún no me ponía de pie y ya nos estábamos carcajeando.

 

Siempre le reclamé algo sobre esa rutina, yo me identificaba más con Nicaragua que con Honduras. En fin.

 

El etnocentrismo no contribuye a dejar de sentirse “ajeno” al lugar donde uno se avecinó. “Ese ni es de aquí”, “esa ni es de aquí”, es una expresión peyorativa que escucho constantemente sobre cualquier persona, aun cuando en esta ciudad los nativos de segunda y tercera generación son una verdadera minoría. Nunca he entendido eso. Aquí básicamente nadie es de aquí.

 

Uno es, creo, de los lugares donde ha sufrido. En esos lugares es donde uno crece por dentro, donde aprendes de la propia tragedia y del trago amargo colectivo. En ese orden de ideas, sí, soy de aquí. Gente, la ciudad está en llamas.

 

Pero me niego a decir que la ciudad me duele. Me duele el abandono, el maltrato, los insultos, el silencio, la traición.

 

La ciudad, tal como la plantea Henri Lefebvre, es un derecho. ¿Porqué me dolería un derecho? No tiene sentido, y me he cuestionado profundamente sobre esta situación.

 

La ciudad también es un contrato social, antiguo y difícil de leer, pero con la firma implícita de quienes en ella hemos decidido vivir, siempre con la finalidad primigenia de buscar el bienestar en ella. En todas las ciudades hay ciudadanía y gobierno, esas son las partes contractuales. ¿Quién causa el abandono, el maltrato, los insultos, el silencio, la traición?

 

Ambos.

 

Pero no en la misma escala. Quien tiene los recursos en este binomio es por mucho el de mayor obligación de hacer precisamente lo contrario.

 

Del derecho a migrar abundan columnas y textos de toda índole, está de moda, pero nadie está poniendo sobre la mesa el derecho a la ciudad aquí, en un estado del país donde las ciudades están atravesando un pasaje horrendo de su historia. Por algo esta columna se llama Crónicas de Guerra.

 

Fela Kuti en los setentas, en Nigeria, grabó una canción llamada Waka Waka, en la que describe cómo su pueblo huye de las guerras y a donde llegan encuentran siempre otro conflicto. Y no les queda más que seguir caminando, irse. “Waka waka waka”, cantan sus coristas, en un inglés apropiado “walk walk walk”.

 

Como la gente de esta ciudad que ha comenzado a decidir irse. A las siete de la tarde el bulevar está semivacío, pero es algo que ningún periódico informa. En los ochentas los capitalinos huían a Celaya para ejercer su derecho a la ciudad. ¿Quienes de aquí se van, a dónde van?

 

José Elorza tiene un blues hermoso, “Aquí me quedo”, y de momento ese es mi blues. “Aquí me quedo/ aquí nací/ y aquí me muero. Aquí nació mi sueño/ aquí nacieron/ las aguas del arroyo… y tú”.

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