Igual que muchos antes que tú, dejaste de existir cuando dejé de pensarte; así que es justo asumir que te debo un funeral.
Empiezo por las cosas que haría para despedirme de ti; pondría en la ventana velas al atardecer, las mismas que iluminaban tu piel la noche que la lluvia nos obligó a quedarnos en tu departamento, esa noche dijiste que había algo en mí que te cegaba. Daría folletos con tus poemas favoritos, el primero sería uno de Bécquer y el último ese haiku que me escribiste en el hombro. Habría mezcal por todo el lugar, el mismo que nos dio valor para besarnos hasta el alma en aquel callejón. Para terminar diría media plegaria por ti, te habría gustado ver a todos esperar por un Amén que jamás llegará.
Pasaría la tarde llorando como si fuera tu viuda, lágrimas gruesas que recuerden a las que te lloré cuando supe que no volverías. Hablaría con todos de lo bueno, cariñoso y guapo que eras, a nadie le recordaría que mentías sobre el alcohol y la iglesia. Aceptaría cada abrazo y mirada de compasión; callaría ante cada “lamentamos su partida”, porque nadie podría entender lo que fue un día despertar sabiendo que dejabas el país, que la vista de tu departamento no tendría a BB King de fondo nunca más y que yo seguiría aquí, recordándote en cada beso que intente competir con los tuyos.