Todos en este país conocen, sino es que viven y padecen, la historia de algún migrante: un abuelo, un tío, un primo, un hermano, un padre… Lo más letal de esta travesía nómada, a fuerza de pobreza casi siempre, es el olvido de los nombres amados que no han de volver más que en evocaciones; fantasmas que, sea verdad o sea mentira, sea en muerte o sea en vida, caminan por el desierto errantes. Éxodo nocturno, es como la Compañía Ciudad Interior entiende ese estado: el no lugar.
La función abre con un cortometraje introductorio, El último grito, donde se muestra a un hombre haraposo y sucio tirado sin fuerzas bajo el sol. Hace mucho desconoce qué es la memoria, hace mucho no escucha el tren, hace mucho se cansó de caminar y no llegar a ninguna parte. Ahora desfallece y alucina estar al lado de la mujer amada, sintiendo la misma angustia que ella, esa de mirar su reflejo y no poder mirarse. “De todos modos ya no importa”, piensa mientras la arena cae sobre su rostro sin vida.
En escena, seis bailarines surgen entre la penumbra y la ensordecedora marcha del tren. El eterno escape fronterizo se prolonga en la repetición, avance, retroceso, avance, retroceso… Como metáfora dancística del trabajo previo y futuro, permanente, las seis figuras caen sobre su espalda y su cuerpo entero se eleva con el solo apoyo de sus hombros. Al frente, como límite, una línea de arena y luego el mortal desierto.
El constante movimiento emite de manera visual un grito de dolor contenido; se expande hasta que esa y ninguna otra emoción, tal como lo hace con los cuerpos, sea la que domine el ambiente. Las manos de los bailarines se unen en alto al centro del escenario y enseguida, alistándose para una ardua batalla, coronan sus cabezas con gorras, pobre armadura del incógnito y del sobreviviente. Avanzan sigilosos, con un leve rebote en cada paso: el pulso del corazón como resguardo. Corren en furiosa danza, en furiosa lucha; los mayores caen a tierra derrotados; los jóvenes siguen, solos y heridos, pero siguen y entre tiroteos escapan.
Risa histérica por el absurdo de un lugar inacabable, por la travesía que ni siquiera se acerca a su fin; risa que se vuelca en golpes frustrados y desgarrador llanto. Los cuerpos de los hombres se desvanecen inertes y las mujeres buscan desesperadas, entre las ropas abandonadas, los despojos de los que ya no son. Las prendas son alineadas al centro, como en un cortejo fúnebre, al tiempo que se recuerdan los nombres de los olvidados, los que salieron de su tierra para no llegar ni para volver. Cual cenizas, la arena se esparce sobre las telas inhabitadas.
Mucho se habla y se lamenta socialmente sobre el fenómeno migratorio, pero de la empatía hacia el forastero tan políticamente proclamada, poco se conoce en la práctica –al menos entre quienes se creen dueños de las ideas elevadas y de los temas de humanidad–. Cierto, migrantes somos todos, por experiencia o por herencia, pero una vez que el lugar se hace propio, el otro, con recelo, con miedo, con asco se mira, rara vez como un igual. La marcha del tren rompe el silencio, el grupo migrante de nuevo camina y un nudo en la garganta se hace evidente: la lista de nombres continuará.
Compañía Ciudad Interior
Éxodo nocturno (el no lugar)
23 de octubre de 2019
Teatro Cervantes
Fotografía: cortesía FIC