Aldo García escribe un artículo sobre los Cuerpos que se desmueren, en que aborda la riqueza de los neologismos traídos por Juan Gelman para expresar el más profundo y escandaloso dolor: el de la pérdida de un hijo. Quizá dentro de mi imaginario no existan palabras suficientes, como seguramente le pasó a Gelman, para poder describir esas emociones tan carentes de espacio en este plano en que habitamos. Yo no he perdido a un hijo, eso es cierto, pero he perdido a mucha gente, y seguramente tú también.
El texto de mi profesor versa más de la genialidad del creador de Carta abierta, que del sentimiento que trae a mi cabeza la palabra desmorir. Es decir, me imagino que alguien que vuelve a la vida, revive; pero cómo es entonces que le traemos a alguien de la muerte, ¿Desmuere? Para ser franca, no había entendido la importancia de ello, hasta que, una noche de películas con mi hijo, me topé con una de las producciones de Dreamworks Animation de 2012: El origen de los guardianes. En esta película, Jack Frost se prepara para convertirse en un guardián pero, ¿Un guardián de qué?
Al estar en vida, Jack se convirtió en el guardián de su hermana al salvaguardar su integridad por sobre la suya, dejándose morir a costa de una vida. Jack Frost murió, y luego desmurió. El inicio de la película me parece una joya. Un poema al vacío y la resurrección:
La oscuridad. Eso es lo primero que recuerdo. Estaba oscuro y hacía frío. Y yo tenía miedo. Pero entonces… vi la luna. Era muy grande y era muy brillante. Parecía ahuyentar la oscuridad. Y cuando la ahuyentó… se me quitó el miedo. ¿Por qué estaba ahí y cuál era mi destino? Eso nunca lo he sabido. No sé si lo llegaré a saber.
En la travesía de los personajes, se explica a nuestro protagonista que, aquello que los guardianes protegen es al asombro, a la ingenuidad, y a la fe de los niños. Quizá, en estos tiempos, eso es precisamente aquello que más debiéramos proteger. En tanto, Jack dependiente de sus miedos, busca incansablemente los dientes que poseen sus recuerdos. Al dar con estos, y divisar el cómo se dio que terminara en aquel lago oscuro y frío, el lozano personaje logra configurar que, su deber ser, lejos de atender al resguardo de lo antes mencionado, radica en combatir al miedo con diversión. Sin embargo, para que los niños puedan ver a Jack Frost, al conejo de pascua, o al Hada de los dientes, es necesario que crean en ellos, de otra forma, seguirán siendo el susurro que la muerte agotó. Este Jack Frost que protagoniza el largometraje, es quizá el ejemplo más claro de desmorir. Uno desmuere cuando aún le queda mucho por hacer, reaparece dentro de las mentes que no alcanzaban a dibujar nuestros rostros, y hace dar la sensación de que existe algo más allá del hoy.
Hace unas semanas la madre de mi amigo Roman desmoría en este plano para convertirse en un guardián de todos nosotros en algún lugar, le siguieron otros, como mi compañero de Recursos Humanos: Don Alfredo, o “Don Alfred”, como yo le decía. Desmorían, y lo digo así, porque parece que sus cuerpos se encuentran en un estado indefinido de desaparición. Y a pesar de ello, aún puedo verlos. Protegiéndonos de nosotros mismos. Estas personas, al igual que mi primo José Manuel, son del tipo de persona que uno no alcanza a comprender por qué perecen, el por qué será que se van si les quedaba tanto por hacer. Lo que no queremos entender del todo, es la labor que ellos llevan a cabo, desde donde sea que estén. Que ahora son las sonrisas que esperan la convocatoria de la luna para salir del frío. Los que se van así, sin un previo aviso, y que nos hacen permanecer inmersos en nuestra propia soledad, son la prueba inequívoca de que la vida, el tiempo, y el destino, son situaciones a las que, por desgracia, nunca terminamos de acostumbrarnos. Ellos son los verdaderos guardianes, los que nos dejan demasiado aquí en la tierra, en casa, en la oficina, o en un simple mensaje en el teléfono celular.
Al desprenderse de esta tierra para ahogarse en el lago de la eternidad, seguramente se quedan perplejos observando la luna, y en una ilusionada espera para que los vuelva a nosotros, a seguir enseñándonos a ser, a desmorirnos de ellos, a vivir. En mi caso, y con el afán de dar honor a quien honor merece, sólo diré que, cada vez que siento miedo, y que veo mis propias alas caer, muy en el centro de mi conciencia puedo sentir a mi propio guardián, a mi abuelo, recordándome que se puede vivir con el miedo, pero que no hay satisfacción más grande que enfrentarlo y seguir adelante.