Un hombre formal Beatriz M. Mérida

Rogelio comienza por unos ojos café oscuro, profundo. Tiene una mirada cargada cuando se concentra en algo que le interesa: ya sea el análisis de una hoja de cálculo o la contemplación de una belleza en el parque al que asiste habitualmente en su hora de comida.

Sus labios delgados son una breve línea que nunca se transforma ni muestra sus emociones. Su piel clara, casi transparente, le da tranquilidad a los socios de la firma contable en la que él es el encargado de nóminas. Su nariz, recta y orgullosa se pone en alto cuando está pensando. Estatura media, complexión media, todo a medias, equilibrado.

A Rogelio le sobran invitaciones a comer. Sus compañeras de trabajo ven en él a un buen partido (abstemio: no bebe, no fuma, y tampoco gusta del futbol). Pero fiel a su rutina, él prefiere comer a solas, un sándwich de jamón con queso, una porción de ensalada, agua de fruta natural sin azúcar. Son sus alimentos rigurosos de lunes a sábado.

Como aquel mediodía, en que el sol resplandece sobre el cemento de la cancha de basquetbol y los adolescentes no dan tregua martirizando la pelota. Sentado en una banca del parque, su mirada profunda se pasea en una resbaladilla, sobre la nena de 5 años que sube, cae y vuelve a subir bajo la inspección de su madre, que de vez en cuando recorre el dedo sobre el celular.

No es la primera vez que la observa, su hermosa carita se le cruzó un día mientras ella, tomada de la mano de su mamá, hacía esfuerzos por zafarse y correr antes de cruzar la calle. Amor a primera vista, el golpeteo en su corazón fue alucinante, aquel hombre hubiera querido acercarse y decirle las cosas que él ya había descubierto del mundo. Pero su mamá siempre cerca de ella como sombra, incluso cuando iba montada en bicicleta.

Imposible declarar su amor. Con solo imaginarlo siente que hiere susceptibilidades. Nadie comprende su sentir y siempre que lee de controversias sociales de la historia, le viene a la mente que algún día como cosa lógica simplemente lo aceptarán. -El mundo demora- dice para sí, porque simplemente no puede entender que alguien tenga razón para molestarse de que habiendo tantas mujeres, él un joven adulto trabajador y responsable, decida poner sus ojos en una pequeña mujercita de 4 o 5 años, en cuyo delicado rostro aún no se asoman los vicios y prejuicios que llegan con la adultez. ¡El mundo es un verdadero desprecio a la vida, una admiración sólo a lo que el hombre manipula! Él en cambio, ama la vida, le rinde tributo a la juventud, más allá de eso: al principio de ésta.

Y así pasa las horas rumiando su ferviente, aunque oculta, lucha por los derechos individuales y colectivos de la sociedad pedófila. Sus reflexiones comienzan con la abolición de la esclavitud cuando llegó el día en que trataron a los esclavos como seres humanos, pasa después a 1893 y los primeros años de lucha por el voto de la mujer. En la actualidad por fin los gays se pueden casar y los incomprendidos no tienen empacho en declararle su amor a un árbol para siempre. De esta manera piensa y sobre esta base dirige todos sus discursos imaginarios, porque en el fondo tiene claro que existe una delgada línea entre el pensar y el hacer, si la cruza tendrá que dar cuenta de ello.

 

El verano llega a su fin y sus visitas al parque se extienden, además de la hora de comida trota en aquel parquecito después del trabajo. Fiel a la rutina, no dura menos de 45 minutos, aunque el sol se oculte pronto. Sin embargo, tiene casi una semana que la hermosa niña no aparece, se arrepiente de no haberla seguido antes para saber por lo menos por dónde vive y de vez en cuando poder mirarla de lejos. Por ello, cuando la ve nuevamente, la emoción lo traiciona y hace lo que nunca antes se había atrevido: acercarse al objeto de su deseo. La pequeña se encuentra sentada en un carrito mecánico, su madre busca monedas en el abismo de un bolso enorme. La niña demanda el funcionamiento del carrito, brinca insistente con la esperanza de hacerlo mover, aunque solo sea un poco; se dispone a llorar, ya tiene su pucherito listo cuando llega él con una moneda. Sin dudarlo introduce la pieza y el mecanismo comienza su funcionamiento, en ese momento la madre se acerca desconfiada.

Rogelio disculpa su intromisión explicándole que: “Simplemente, no podía verla llorar”, su mirada firme de hombre de trabajo no debe dejar sospecha, la mujer agradece con una sonrisa.

Él está a punto de irse, pero se anima y saluda -Me llamo Rogelio, trabajo en el edificio de enfrente- y extiende el brazo para señalarle el lugar. La joven madre se siente intimidada y prefiere darle la espalda y no responder. Rogelio siente como si un balde de agua fría lo empapara, ¡Quiere alejarse rápidamente, huir!

Ya ha caminado unos pasos, cuando a sus espaldas oye su nombre en la tímida voz de la mujer frente al carro mecánico -Mucho gusto Rogelio, me llamo Romina.

Entonces él voltea estrenando la mejor de sus sonrisas, y se acerca a ella ofreciendo la mano sinceramente: encantado.

Beatriz M. Mérida. (Veracruz, México. 1980) Lic. Letras españolas, Univ. de Guanajuato. Publicación de cuentos y poemas en periódicos de la localidad de Matamoros, Tamps; en antologías literarias de México y revistas digitales.

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